Un buen día
Cuando Cuando desperté aquella mañana y miré por la ventana, lo que vi me hizo salir disparado de la cama. Era temprano, el cielo continuaba manteniendo parte de su oscuridad, sin embargo, esta aparecía ligeramente difuminada a causa de un cálido y tímido naranja que comenzaba a asomar por el lejanísimo horizonte. El sol había vuelto. Sin perder tiempo, con el ansia y la alegría de un niño pequeño que sabe que ha llegado el día que tanto estaba esperando, me puse la camiseta térmica, el chándal y las deportivas. Estaba tan eufórico, tan fuera de mí, que ni siquiera había mirado qué hora era. Marcaba las seis y cuarenta y seis de la mañana. Quizá un poco temprano, pensé. A pesar de que el sol estuviese saliendo, el mal tiempo de los días pasados se sentía amenazante. Seguro que hacía frío, demasiado para salir a pasear en este momento. Fui a la cocina a beber un vaso de agua. Al volver al dormitorio, una brisa había comenzado a soplar y el mar también se había embravecido. Algunas olas rompían contra el muelle, otras llegaban con fuerza hasta la orilla. Resoplé hastiado. Comprobé si junto con el viento había llegado alguna gota rezagada de estos días, pero no vi nada. A decir verdad, el exterior se veía bastante frío y húmedo, especialmente desde mi dormitorio Volví a comprobar la hora; las siete y tres. En el espigón había aparecido un hombre con una caña de pescar y un cubo. Di una palmada como si ese hombre fuera la justificación que necesitaba para lanzarme a la calle. Un chispazo ansioso me recorrió el cuerpo desde los pies a la cabeza, y al llegar al final, instantáneamente activó un recuerdo. Era la voz de mi mujer diciéndome que esperara, que todavía haría mucho frío fuera y que podía enfermarme. Volví a fijarme en el pescador. Ya había fijado la caña en las rocas y esta, luchaba contra el viento para mantenerse rígida. Sí, seguro que todavía hace frío, dije para darme ánimos y reafirmarme en mi decisión de quedarme un rato más en casa. Vencido, me tumbé en la cama y fijé la vista en el techo. Durante unos segundos conseguí no pensar en nada. Cuando me aburrí, giré la cabeza para mirar por la ventana. El cielo seguía igual. Esperar nunca ha sido una de mis mayores virtudes. Especialmente cuando espero por algo que me muero deganas por hacer. En ese momento volví a experimentar la sensación de pesadez y el letargo que vivía de niño cuando mi madre o mi padre me hacían esperar para cualquier cosa, por ejemplo, para bañarme en la playa después de comer. El reloj marcaba las siete y once. ¿Cómo podía haber pasado tan poco tiempo? Ocho minutos me habían parecido una eternidad, y para más inri, la luz que hacía unos minutos comenzaba a golpear el cristal de la ventana, había desaparecido completamente. Me derrumbé y clavé la mirada triste en el techo. Tranquilo Sebastián, me dije. Es cuestión de tiempo. Ese sol no puede desaparecer así como así. Para relajarme, entrecrucé las manos sobre mi estómago. Mi mujer solía decirme que lo hacía para protegerme. Como si con ese gesto recuperase la sensación de seguridad que debía sentir estando dentro del vientre de mi madre. Siempre le hizo gracia que lo hiciese, decía que por un instante, el niño Sebastián volvía a florecer. Anímicamente me sentía como un niño, así que junté los dedos todo lo que pude, acomodé los brazos sobre mi estómago y cerré los ojos.
Desperté por segunda vez aquella mañana. Estaba en la misma posición. Parecía que hubiera muerto y fueran a colocarme en el cajón, sin embargo, la luz, a medio camino entre un blanco celestial y un dorado divino, que entraba por la ventana y golpeaba mi cara, no era la luz al final del túnel. Con la mano apoyada sobre el marco fijé la vista en el espigón en el que hacía un rato, las olas comenzaban a golpear con fuerza. El mar estaba en calma. El pescador continuaba allí y un par más se habían unido a él. Conversaban entre ellos y bebían unas latas de cerveza. En la playa, un par de personas caminaban en dirección al puerto. Por la estampa que tenía ante mí, tan simple y costumbrista, aquello podría ser un cuadro de Antonio López, pintado a lo largo de los años, aunque por su localización y gracias a esa luz, tan nítida y resplandeciente, recordaba más a un Sorolla. Miré el final de aquel cuadro, allá donde el mar y el cielo se unían, y el sol, entero y vibrante, se dejaba ver. ¿Cuánto habré dormido?, pensé. Me dio miedo que el sueño me hubiera jugado una mala pasada. No fue así, pues eran las siete y cuarenta y uno. Volví a mirar por la ventana para decidir si cambiaba la camiseta térmica por una normal de manga corta, pero un ruido desde el otro lado de la puerta me hizo abandonar esa idea. Abrí lentamente y mi perro Pontiac -una bola marrón y blanca- empezó a hacerme círculos entre las piernas. Me agaché y le di los buenos días. Él me chupó la mano. Movía el rabo a una velocidad endiablada. Le pregunté si quería salir a dar un paseo y salió corriendo, no sin antes quedarse unas milésimas de segundo suspendido en el aire a causa de la velocidad. Agarré su correa, un cortavientos largo y la gorra. Ya en la puerta, agarré las llaves, y antes de salir, me agaché a mirar la fotografía que había sobre el mueble del recibidor. En ella, mi mujer y yo, estábamos de pie, ella con un sombrero Panamá y yo con una gorra negra, abrazados en la playa a la que me dirigía. Le di un beso de buenos días.
Cuando llegué al bar de Román, el sol ya había pasado ligeramente el medio camino hasta el cénit. Pontiac, con la energía de la que carezco, llegó en un corto sprint mucho antes que yo. Apoyando sus dos patas delanteras en la pierna derecha de Román, ambos se saludaban como cada día. Intercambiamos un par de frases y se fue para dentro. Me dejé caer sobre una de las sillas de la terraza. No haber podido salir los días anteriores a causa de las fuertes lluvias me había pasado factura, y cuando llegó Román, me lo dijo con esa gracia y desparpajo que solo tienen los buenos camareros. ¡Pero hombre Sebastián, que se te resbala el cuerpo de la silla! Se rio fuertemente, como solía hacer, entrecerrando los ojos como un chino por culpa de sus enormes mofletes, y del sol, que le cegaba. Entonces reparé en que tenía el culo al borde de la silla. Me había escurrido sin oponer resistencia. La voz de mi mujer volvió a mi cabeza, esta vez para recordarme que si no me sentaba correctamente, después me dolerían las lumbares. Me agarré de los apoyabrazos y me acomodé. Román dejó mi café solo, el vaso de agua, las dos tostadas con mantequilla y mermelada -una de fresa y otra de melocotón- y me alcanzó el periódico deportivo. Eché un vistazo por encima. En primera página, y ocupando casi la totalidad del espacio, un futbolista estaba tirado en el suelo, llorando y rodeado por los médicos y varios jugadores. Mala suerte lo del crío, ¿eh? Miré el titular que acompañaba la foto: Desafortunada lesión del jovencísimo Grimberg. Despuntando con veinte añitos y ¡ale! a saber cuándo se recupera. ¡Y sobre todo, cómo!, dijo Román. Lo miré entonces y me respondió con una mueca de resignación. Muy mala pata, le dije. Por suerte Román, continué, ya no veo fútbol, ¡y encima es del equipo rival! Volvió a reír como si le acabara de contar el mejor chiste del mundo. ¡Cómo eres Sebastián! Tan sarcástico como siempre. Sonreí tímidamente mientras se marchaba. El sarcasmo era algo que le encantaba a mi mujer. El humor negro también. No podía parar de reírse. Era maravilloso. Mantuve la sonrisa frente al recuerdo de ella desternillada de risa con algún chiste o situación ante la que había dicho un comentario ocurrente. Ojeé la portada por encima, nada interesante. Dejé el diario doblado sobre una silla y di un sorbo al café. Seguía caliente. Las tostadas en cambio no estaban como siempre. Les habían sobrado unos segundos de calor. Las raspé ligeramente para quitarle el exceso de tueste, abrí la mantequilla y hundí la punta del cuchillo llevándome casi la totalidad de la porción. Nada más restregarla comenzó a derretirse como un niño inocente que acaba de ver a la persona que le ha robado el corazón, y a colarse por los pequeños agujeros en busca de la miga para empaparla. La mordí a la vez que cerraba los ojos, como muerdes algo que te gusta tanto que lo comerías cada día, pero que hace mucho tiempo que no comes. Disfrutando. Abrí la mermelada de melocotón y repetí el proceso admirando cómo se juntaba la poquísima mantequilla que quedaba en la superficie, con el espesor de la mermelada. Di un trago al vaso de agua y volví a morder con las mismas ganas de antes. Era como estar en el cielo.
Al abrir los ojos la vi. Estaba frente a mí, en el paseo de la playa, mirando al mar con una mano apoyada en la barandilla y las puntas de su cabellera alzando el vuelo debido a la suave brisa que acababa de levantarse. Llevaba un vestido verde oliva claro, un poco por debajo de las rodillas. Sandalias de cuero marrón y sombrero a juego. Estaba ligeramente ladeada, lo que no me permitía poder ver bien su perfil, pero reconocería esos pies, esos tobillos, esas piernas, esa cintura, esos hombros, brazos y manos; ese cuello, esa barbilla, el pelo ondulado y esa pequeña punta de nariz, a oscuras, en cualquier momento de mi vida. Me quedé mirándola un momento eterno. Desconcertado. No podía decir con exactitud cuánto tiempo había pasado desde que la vi por última vez. La cabeza hacía tiempo que me fallaba. Cuando creí que ya había pasado tiempo suficiente, me decidí en ir a buscarla. Agarré con fuerza los apoyabrazos intentando darme el valor que sentía que me faltaba. Empujé el suelo con los pies para darme impulso. Tomé aire, y como si ella estuviera esperando que yo hiciera toda esa preparación, se volvió. Nuestras miradas se encontraron al instante. Se reconocieron, se saludaron. Yo me quedé paralizado por verla ahí tan de repente, pero ella sonreía feliz. La misma sonrisa que tenía la última vez que nos vimos. Levantó la mano en un saludo inmóvil y comenzó a venir hacia mí. Mi corazón latía tan rápido que pensaba que se iba a derretir, mitad muerto de miedo, mitad vivo de alegría. Movió la silla que había a mi lado y se sentó.
—Hola Sebastián —me dijo con una amplia sonrisa. El brillo en los ojos, las pupilas crepitantes—. Estás tan guapo como siempre.
Reí casi por obligación. Un poco avergonzado. Agarró mi mano izquierda y la puso entre las suyas. Me acarició sin dejar de mirarme a los ojos.
—¿Cómo estás?
No sabía qué decir. Yo me encontraba bien, estaba siendo un buen día con la vuelta del sol, pero a la vez, ahora que la tenía enfrente, tenía la sensación de que todo estaba siendo un sueño.
—Hambriento —dije al fin. Ella rio como antes lo había hecho Román, solo que con más delicadeza. Con más amor.
—Veo que no has cambiado nada.
Volví a sonreír tímidamente. Notaba la calidez y suavidad de sus manos. Estaba a punto de romperme, así que agaché la mirada.
—¿Cuánto hace…?
—Cuatro años —contestó antes de que pudiera terminar.
Volví a mirarla a los ojos. Esta vez sin contener las lágrimas.
—Así que esto es el cielo —dijo entonces.
—Sí viejita —contesté—. Ahora sí que es el cielo.