La conversación


La cocina está limpia. Me gusta que esté reluciente cuando viene gente de visita. Como toda la casa, pero en especial la cocina. Una cocina limpia es sinónimo de una casa limpia. A fin de cuentas, la cocina es, junto con el baño, donde más se mancha. Hoy la mía está tan limpia que me veo reflejado en los azulejos y en las zonas de aluminio. Norma ha hecho un buen trabajo, tengo que recordar darle propina la próxima vez. Me acerco al frigorífico, lo abro y toco un par de cervezas. Están bien frías, como a mí me gustan. Como deberían de tomarse las cervezas para que el primer sorbo te hiele la boca, el paladar y las paredes bucales mientras se desliza por la garganta, refrescando cada parte de tu cuerpo al ritmo del gas tamborileando en su caída. Hoy tengo muchas cervezas. Hay Budweiser, Stella Artois, Leffe y Guinnes. También hay una botella de vino blanco. Nunca se sabe. Cierro la puerta y echo un último vistazo a la cocina. Perfecta e impoluta. Sonrío, miro mi sonrisa en un azulejo y dejo de sonreír. Llaman a la puerta. Salgo de la cocina, cruzo el pasillo que comunica con el salón, espero un par segundos con la mano en el pomo, y abro. Ahí está Lucas. Ha llegado sorpresivamente poco impuntual. Diez minutos para un chico de veintidós años no está mal. Me saluda con efusividad. Se ha cortado el pelo y se lo ha tirado hacia atrás con gomina. Se ha marcado un poco los ojos y se ha recortado la barba. Está guapo, lleno de vida. Sonríe y me pide perdón. Le digo que porqué me lo pide, quitándole hierro al asunto -y porque realmente no tiene importancia- pero, sobre todo, para que se relaje. Le digo que pase y cierro la puerta. Es la primera vez que viene a mi casa y al entrar está algo cortado. Le miro el culo. Finito y respingón. Dice que ha traído unos quesos para picar y le doy las gracias, pero le digo que no hacía falta. Estos formalismos la verdad que me dan un poco de pereza, pero es lo que hay, toca aguantar. Cojo lo que ha traído y le hago un pequeño tour por la planta principal. Le muestro el salón, que es donde estamos, la habitación de invitados, donde le digo que es bienvenido siempre que quiera -otro formalismo- el baño y tras la puerta de dos palas, la cocina.

    Me encanta, fue el primer comentario. El segundo hizo alusión a lo limpia que estaba, y el tercero su orden milimétrico. Todos me llenaron de satisfacción, pero me limité a reírme por lo bajo y darle las gracias. Quería acabar cuanto antes con este momento, así que dejé los quesos sobre la encimera, metí la bolsa en el cajón de las bolsas y le dije que fuéramos a la parte de arriba. Subimos la escalera y le mostré mi habitación. Se sorprendió, pero todos lo hacen, ya no es nada novedoso. Está orientada en dirección a la playa y de las cuatro paredes, tres son cristaleras. La única pared es un armario empotrado, y lo único que hay en la habitación es una cama king size en el centro. Le digo que mire al techo, y cuando lo hace, se vuelve a sorprender. Nos ve reflejados, en un espejo que cubre todo el techo. Entonces le digo que mire las paredes. Aprieto un botón y se opacan, volviéndose también un espejo. Le sonrío y le guiño un ojo. Está flipando. Les quito la opacidad y le digo que vayamos a la terraza. La playa está casi desierta. Recién está comenzando abril y la gente todavía es reacia a venir por aquí entre semana, un lujo que pocos entienden. La brisa le mueve un poco el pelo y vuelvo a mirarle el culo. Me acerco a él y se lo toco ligeramente. Lo contrae, se da la vuelta y se pega a la barandilla. Le agarro la cara y le recrimino que no me ha dado ni un beso. Me lo da tranquilamente. Nos separamos y se sienta en un gesto de disimular su nerviosismo. Le pregunto qué quiere beber. Lo que sea, dice. Es tan poca cosa que resulta monísimo. Le digo que ahora vuelvo y salgo.

    Primera parte hecha, pienso mientras bajo la escalera. Todo va sobre ruedas. Me dirijo a la cocina, empujo la puerta, y entro. Abro la nevera y dudo entre sacar dos Budweisers o dos Stellas. La Guinnes me parece demasiado porque no veo que vaya a disfrutarla y me parece un desperdicio, y algo dentro de mí me dice que mejor algo más simple. Sin pretensiones, cojo dos Buds. Las dejo sobre la encimera para que se vayan atemperando, cojo una tabla, un cuchillo, un plato y sus quesos. Un manchego, uno curado de cabra y un brie. Me sorprende, no es mala selección para un picoteo. Los corto y los coloco perfectamente en un plato grande alrededor de su circunferencia que remato con unas patatas con sal del Himalaya y Pimienta de Sichuan en el centro. Cojo dos vasos, abro las botellas, tiro las chapas y pongo todo sobre una bandeja. Unas servilletas, y todo listo. La cojo, empujo la puerta con el pie y voy hacia las escaleras. Cuando llego se ha levantado y el aire le sigue moviendo ligeramente el pelo. No me escucha llegar y sigue mirando la playa. Dejo todo sobre la mesa y lo miro fumar con la tranquilidad de un ciervo en mitad de un bosque que solo se preocupa por estar ahí, contemplando la naturaleza ajeno al resto elementos más allá de su círculo. Cojo las cervezas haciendo un poco de ruido, le doy la suya, y ¡chin! ¡chin! Bebemos y el frío de la cerveza le tuerce un poco el gesto de niño bueno y guapo de veintidós años que tiene. Los ojos se le cierran un poco, pero noto cómo la bebida baja a buen ritmo por su garganta. No quiere dar un trago corto, imagino. Cuestión de virilidad, tal vez, de demostrar algo a alguien que le saca doce años. Pero bueno, son cosas de la edad. Yo, en cambio, doy un sorbo largo, pero bien lento. Dejando que la respiración que entra por mi nariz sea la que marque el ritmo por el que la bebida sale de la botella en los intervalos en los que no respiro, y así, poder descender hasta mi estómago. Cuando termino de beber, suelto un suspiro. Nos miramos y sonríe tímidamente.

    Mientras dejo la cerveza en la mesa y cojo una patata, le digo -para romper el hielo- que no recuerdo cómo conocí a Rubén, pero que hacía tiempo que no le veía. Rubén era un amigo que teníamos en común y por el cuál habíamos empezado a hablar por Instagram, aunque para ser realistas tampoco se le podría considerar amigo porque lo había visto de pasada en la casa de algún colega y en alguna discoteca. Éramos conocidos visuales. Seguidores en redes. Y catadores de nuestras pollas en una ocasión. Nada destacable. Solo alcohol, un baño y drogas. Simplemente, Rubén no tenía nada del otro mundo, por eso no había vuelto a quedar con él. Y así se lo dije a Lucas, que se rió y me llamó Don Exquisito a modo de burla. Yo también me reí, pero le dije que no era por ser exquisito, sino por ser más adulto, que a medida que pruebas y pruebas, vas sabiendo lo que quieres. Como a ti, Lucas, seguí con un tono cortante. A ti sí te quiero, y clavé la oscuridad y la profundidad de mi mirada sobre sus suaves, delicados y vulnerables ojos grises, enfrentándonos por un instante en un duelo donde la ternura de Lucas no era más que un pequeño juego para la autoridad que tenía delante, y frente a la que solo podía ceder y someterse mostrando la debilidad que le caracterizaba y que le hizo vibrar y apartar la mirada hacia el suelo mientras reía de manera pobre y nerviosa antes de intentar salir del paso volviendo a hablar de Rubén, como si eso fuera a hacerle olvidar lo que acababa de pasar. Entonces me comentó -de manera un poco atropellada- que él lo conocía desde hacía tiempo porque su hermana había ido a la misma clase en la universidad y se habían hecho muy amigos. Y que, al igual que conmigo, también se había acostado con él. Intuí por sus palabras y sus gestos que para él sí fue algo más. Otra vez la edad, pensé. Al parecer él también llevaba un tiempo sin saber de Rubén, algo que no es que me importara mucho, pero que entendí como fin del tema para poder pasar a otras cuestiones. Reconozco que hablar no es mi pasatiempo favorito y que las relaciones sociales no son mi fuerte, así que me lancé a lo fácil para devolverle la confianza y dejar atrás el pequeño enfrentamiento que habíamos tenido. Bueno, ¿qué tal todo? ¡Cuéntame! Así fue como di paso al siguiente bloque de la conversación donde Lucas me contó que ya estaba en el último curso de la universidad, que estudiaba Diseño Gráfico, y que no veía las ganas de terminar para poder ponerse con el Trabajo de Fin de Grado, que era lo que realmente le apetecía hacer ahora mismo porque estaba preparando un proyecto de Identidad Corporativa de una gran marca de moda para reconducirse a las nuevas plataformas y los nuevos consumidores digitales, al que ya llevaba un tiempo dándole vueltas con unas ideas que le parecían muy interesantes. Al parecer tenemos conceptos distintos de la palabra interesante, pero le escuchaba con atención. Asintiendo y preguntando como un alumno aplicado. Entendí muy poco de todo lo que me decía -pero siendo tan dulce y mono como era, angelito mío- y viéndome con el gesto algo confundido, me lo explicó de nuevo. También comentó que tenía ganas de olvidarse de una vez de la carrera y poder dedicarse un tiempo para él. Que pensaba dejar el trabajo que tenía como profesor de inglés a niños pequeños en una academia y hacerse un viaje artístico por Europa. Él solo a la aventura. Dos semanas de ciudades, gente nueva y museos, dibujos, parques, bares, discotecas y conciertos. Instintivamente pensé que iba a ser un caramelito para todos. Franceses, alemanes, belgas, holandesas, italianas o cualquiera que quisiera hincarle el diente -y lo que no es el diente- como yo. Joven, guapo, alto, delgado, rubio, ojos azules, español. Se lo iba a pasar bien. Pero yo primero. Sonreí y brindamos. ¡Por el arte!, dije.

    Sacó un cigarrillo y me ofreció otro. Lo encendimos y hablamos de cualquier cosa sin importancia. Del tiempo, o de la playa. Quizá algo del viaje. Sí, creo que le pregunté dónde tenía pensado ir exactamente, y aunque no lo tenía todavía definido, era obvio que iba a centrarse en el Tour Estrella. París, Amsterdam, Berlín, Praga, Viena, Florencia y Roma. Me preguntó si había estado, y le comenté que sí. Que en algunas de ellas varias veces y que, sin duda, mi favorita era Amsterdam. La gente, los canales, el ambiente, los barrios… pero que todas tenían su encanto. Además, él iba con una idea de viaje marcada, y cada viaje tiene sus cosas y sus momentos. Aposté por que le gustaría Viena, lo que me hizo acordarme de una anécdota que pasé una Nochevieja con un amigo hace varios años en donde conocimos a una pareja de suizos de veintipico en el restaurante del hotel donde nos alojábamos y con los que acabamos cerrando una discoteca de ambiente, donde disfrutamos de cuartos oscuros, glory holes, orgías y un pequeño espacio de sado, pasado por una rave en unos antiguos bunkers y acabado en la terraza de nuestra habitación, los tres, follándonos a su novia en mitad de la tarde siguiente viendo atardecer, con la polla roja de las idas y venidas, alguna que otra herida por el cuerpo y el iris más amplio que nuestro ano. Aproveché el final de mi historia, y el de los cigarrillos, para ofrecerle otra cerveza. Me levanté, cogí las botellas, le di un beso paternal en la cabeza, y me fui. Bajé las escaleras pensando en que todo iba muy bien y con una sonrisa en la boca. Crucé las puertas de la cocina, dejé las botellas en la encimera y contra la pared, y fui al frigorífico. Esta vez cogí dos Leffe. Bien frías también. Incluso un poco más que las Buds. Estas le relajarían un poco más. Afuera, el sol se iba escondiendo poco a poco, y comenzaba a correr una suave brisa de primavera. Destapé las cervezas, tiré las chapas, y salí pensando nuevamente en que todo iba muy bien. Excelentemente bien. Estaba cómodo, había buen ambiente y Lucas seguía siendo Lucas.

    Cuando subí, me recibió con una sonrisa. Como siempre. Tan bueno, y dulce. Quise comérmelo. Comérmelo de verdad. Darle mordisquitos en los cachetes y roerle las manitas como a un bebé, apretarle los pulgares, arrancarle los pezones. Degustarlo. Saborearlo. Exprimirlo y sacarle todo lo que tuviera dentro, drenando sus fluidos y dejando que cayeran lentamente sobre mi cara, mi pecho, mi pene y mis piernas. Semen y sangre. Cuerpo de mi cuerpo. Quería. Pero no era el momento, así que sonreí y le ofrecí la cerveza. Brindamos una vez más. ¡Por ti!, le dije.

    Entonces, a petición suya, le hablé sobre mí. No me entusiasmaba la idea, pero nos mantuvo entretenidos. Comencé por los orígenes de mis orígenes, cuando una familia humilde de Grecia emigró a España allá a finales de los años sesenta para buscarse la vida. De cómo mi abuelo había pasado por la construcción, fábricas de zapatos y de ropa. De cómo tras mucho esfuerzo y trabajo por parte de él y de mi abuela -que se encargó de criar a sus dos hijos mientras trabajaba como limpiadora en algunas casas- montaron una pequeña tienda de confección que con el tiempo heredaron mi padre y mi tía. Le conté también que esa tienda llegó a ser durante un tiempo un referente en la ciudad con diseños exclusivos que no se veían por aquella época, y de cómo la vendieron cuando mis abuelos fallecieron. Le hablé de mi padre, un griego en la Valencia de la década de los ochenta que dejó de lado el amor por la moda que le había transmitido su padre, para estudiar derecho. El primer griego recibido en Valencia en Derecho en la historia. Le conté que tenían su foto en la Facultad de Derecho, y lo importante que había sido. Sonrió y aplaudió con las dos manos a la vez que hacía una pequeña reverencia. Me reí y pensé que estaba realmente cómodo. Le conté también cómo había conocido a mi madre en su primer juicio. Se lo conté todo, tal y como él siempre me lo había contado a mí, y a todos a los que tenía oportunidad. Le conté cómo la vio entrar en el juzgado con un chándal, el pelo negro azabache casi por el culo, mascando chicle y haciendo una pompa al mismo tiempo que se sentaba donde le había dicho su abogado. Le conté cómo miraba al juez, y las miraditas de reojo que mi padre decía que le echaba a él. Le conté que al parecer había pegado junto con una amiga -aunque fue ella sola- a otra chica porque la había llamado Ravalera. Le expliqué lo que significaba, y cuál fue la justificación de mi madre por haberle pegado cuando mi padre le preguntó en el estrado. Me llamó Ravalera, y si lo soy, esa imbécil no tiene derecho a llamármelo, dijo mi madre. Y no hubo más preguntas. Entonces le conté cómo mi padre la buscó después del juicio en el centro donde tuvo que hacer servicios para la comunidad a cambio de cumplir su condena, y de cómo la invitó a salir bajo pretexto de conocerse por si en el futuro pudiera necesitar de sus servicios. Le conté cómo se hicieron novios al instante, y de cómo mi abuela desaprobaba el noviazgo a la vez que daba gracias a Dios por que su difunto marido no tuviera que presenciarlo. Le conté cómo se casaron a los seis meses y de cómo mi madre se calmó con un hijo en su vientre. Entonces le conté cómo vine al mundo bajo el techo del primer abogado griego de Valencia y la Ex-Ravalera de mi madre, de cómo dos años después llegó mi hermano Jules y de dónde crecimos. Le conté lo felices que éramos los cuatro. Y lo tristes que fuimos. Le conté cómo nuestra casa se quemó cuando yo tenía siete años, y de cómo los bomberos no pudieron hacer casi nada para salvar el piso. Le conté cómo recordaba que todo ardía, la bocanada de humo negro denso que salía por las ventanas de nuestro ático, de cómo las llamas no dejaban entrar a los bomberos. Le conté cómo me sentí cuando entramos a la casa. Cómo quedó de irreconocible, negra, llena de ceniza y derretida. Aplastante como un agujero negro que no deja nada de lo que tiene a su alrededor. Le conté cómo no estaban mi madre, ni mi hermano. Le conté cómo enterramos sus dientes. Le conté cómo lloraba mi padre, y cómo lloró hasta el día que murió. Le conté cómo el fuego acabó con mi vida y la de mi familia. Le conté cómo con siete años pasé de ser un niño feliz, a estar obsesionado. Y le conté cómo me hice bombero. Todo eso le conté mientras terminamos la última cerveza que había subido hacía un rato y mientras la noche se tiraba sobre nosotros como el humo negro se tiró sobre mi hermano y mi madre. Entonces agaché el rostro, me puse las manos sobre los ojos, me los apreté, y sollocé un poco. Al levantar la mirada, mis ojos estaban rojos y llorosos. Cruzamos nuestras miradas y me puso su mano sobre mi rodilla. Me sequé los ojos y le pregunté si bajábamos a por otra.

    Borré rápidamente de mi cabeza la historia de mi familia y todo lo que acababa de suceder en la terraza. Para mí era mi vida, pero sabía que a él le había afectado. Se lo noté en su cara y sus gestos mientras lo iba contando. En cómo me apoyó la mano en el hombro mientras bajábamos la escalera y en su silencio. Ahora estaría más sensible, pensé. Más accesible. Perfecto para acercarme a él aprovechando su baja defensa emocional y sus ganas de mostrarme afecto y de decirme que todo estaba bien con sus manos y sus besos. Que estaba ahí conmigo. Que no pasaba nada.

    Decir que todo estaba marchando según había planeado la tarde era decir muy poco de cómo iba realmente. Sentía que tenia a Lucas a mi merced, y eso me llenaba de confianza. Entramos en la cocina y me fui directo a la nevera para sacar dos nuevas cervezas mientras él me esperaba apoyado sobre la encimera. ¿Abro un vino? -pregunté sabiendo la respuesta-. Busqué el abrebotellas y me puse a descorchar al lado suyo. Bajé dos copas y serví un poco en cada una. Intenté decir algo para brindar, pero no me salió nada. Supongo que lo interpretó como si la historia que le acababa de contar me hubiera arrancado las palabras del cuerpo, porque cuando terminó de beber me agarró la cara y me dio un beso. Solamente posó sus labios contra los míos y apretó, como cuando te besa tu madre para calmarte un golpe. Después me dio otro. Y otro más. Cada vez más duros y sentidos, aumentando las ganas que nos teníamos y derribando cualquier barrera que pudiera quedar. Me agarró del pelo. Me besó el cuello. Me arañó la espalda. Metió sus brazos por dentro de mi camiseta y me agarró del culo. Le dejé que me hiciera todo lo que quisiera, que se desfogara un poco. Pero estaba contra la encimera, era yo quien lo tenía a mi antojo. Desabroché un botón de su camisa tras otro. Un beso en cada punto de su pecho. Su vientre plano. Blanco y suave. Algún fino pelo rubio. Botón fuera, cremallera abajo. Sus manos agarrando nuevamente mi pelo. Y su polla dura contra el calzoncillo. La chupé por encima y le marqué el glande. La saqué y me la metí en la boca. El incendio había comenzado y empecé a chuparle la polla tan duro que me estaba haciendo daño. No sabía qué me pasaba, pero no podía parar. No sabía si realmente tenía tantas ganas, o si solo era Lucas -con su aura de niño pequeño y una polla de escándalo- el que me incitaba a seguir. Una polla casi tan gruesa como su brazo. Infame para ese cuerpecito de adolescente virginal. Una polla que contaba con su propio eje gravitatorio que me atraía hacia ella y me empujaba a metérmela una y otra vez en la boca. Rasgándome. Separando las comisuras de mis labios, pero sin poder dejar de metérmela hasta el fondo. Notando cómo me oprimía la garganta. Como me dejaba sin aire el escuálido de Lucas. Lucas y su gorda polla reventándome la boca, los labios y la lengua. Lucas provocándome una arcada. Oprimiéndome. Obligándome. Haciéndome llorar de verdad. El bueno de Lucas que no le haría daño a nadie, y unas lágrimas por mi mejilla. Le miré pidiendo clemencia y me penetró otra vez. Me separé como pude de su descomunal polla que quedó apuntando al suelo salpicando los restos de mi baba. Me levantó la cara con dos dedos y sonrío mirándome a los ojos. Pedazo de hijo de puta. Casi me mata, y me sonríe. Le agarré la polla y pasé mi mano. Le devolví la sonrisa mientras me recuperaba. Todavía respiraba con dificultad y la cabeza me daba vueltas, pero me metí de nuevo la polla y comencé a chupársela con los dientes. Gimió de dolor y de placer y cuando pudo sacarla tenía marcas por toda la polla. Me miró cachondo y contrariado, y solo encontró una sonrisa enorme en mi cara. El incendio ya estaba en marcha, lo notaba dentro de mí, queriendo expandirse y prender todo lo que tuviera cerca. Me lancé a apagarlo. Y agarrado de la polla -como un padre que agarra a su hijo de la mano- me lo llevé al sótano.

    Abajo todo era tan blanco como Lucas. Sencillo, puro, tranquilo, armónico y con algo oscuro. Lo dejé sentado en la butaca de terciopelo negro y me fui al centro de la sala desde donde colgaban dos bandas de tela desde el techo. Las ajusté, me giré y le hice un gesto para que viniera. Se acercó como un perrito en busca de su amo, meneando su cola y con una expresión de felicidad desbordante. ¿Querría seducirme? ¿Asegurarme que aceptaba mis reglas y esa noche iba a estar a merced de mis deseos y fantasías? ¿Decirme abiertamente que iba a ser mío? Le agarré del cuello y lo dejé de rodillas con mi entrepierna rozando su cara mientras le ajustaba las bandas a las muñecas y las tensaba para que tuviera los brazos elevados, y le amordazaba los tobillos con el otro extremo para que crearan la tensión justa para que no pudiera levantarse. Cruzamos nuestras miradas una vez más, pero sus suaves ojos grises se habían transformado -debido a la escasa luz del ambiente- en dos penetrantes puntos azules oscuros que forcejeaban contra la crudeza y la furia de los míos en una lujuriosa pelea sin sentido. Me bajé la bragueta y saqué una polla que al lado de la de Lucas parecía un juguete y le golpeé en la cara. Sacó la lengua como el perro que era, pidiendo un poco más y comencé a golpearlo con mi polla como si fuera un mazo hasta que tuve la punta completamente escocida y los cachetes de Lucas se habían enrojecido. Le lamí las heridas despacio y me arrodillé frente a él acariciándole con delicadeza mientras se volvía a excitar poco a poco. Le pregunté si quería jugar un rato y asintió a la vez que pasaba la lengua por sus labios. Le separé las piernas hasta que no pudo más, le retorcí los pezones, le golpeé el glande y le mordí los huevos entre gemido y gemido. Le azoté el culo y le arañé la espalda. Por fin tenía a Lucas para mí y solo para mí, justo en el centro de mi sótano, indefenso y abierto de piernas. Le dejé ahí amarrado y comencé a dar vueltas a su alrededor. Le dije que todo estaba a punto de comenzar, que si estaba nervioso. Le dije que llevaba un tiempo detrás de él sin decidirme a dar el paso. Mientras iba hacia él le conté cómo lo descubrí. Le dije lo que sentí al verlo. Le dije que fue un flechazo, como el que mi padre sintió con mi madre. Le dije que fue gracias a Rubén que di finalmente con él, y que Rubén solo había sido un puente. Le dije que era especial. Muy especial, le dije mirándole a unos ojos que habían abandonado el color y el pulso de la seducción y el deseo para dar paso a la mirada perdida de la sorpresa y la ignorancia. Le dije a Lucas que tenía algo que me había sorprendido y que me gustaba mucho. Le dije, pasándole un dedo por la mejilla, que llevaba toda la noche aguantándome las ganas. No le dije de qué. Pero le dije que no aguantaba más. Lo besé y le dije que era muy dulce. Que había sido un regalo. Le dije otra vez que era especial. Le dije que notaba dentro de mí y dentro de él, que esto tenía que pasar. Y que era un sueño, una de esas cosas que pasan de repente, pero que le dan sentido a todo. Le dije cosas para tranquilizarlo, le dije cosas para encenderlo y le dije cosas para asustarlo. Le dije lo que había pasado esta tarde. Y ya no le dije muchas más cosas. Le miré la polla y su erección se había evaporado. Le dije que le contaba todo esto porque se lo merecía. Le dije que era lo mínimo que podía hacer por él después de todo lo que él había hecho por mí. Le dije que la gente cada vez hablaba menos, y que una conversación, pone todo en su lugar. Que te prepara. Que te asienta. Que te libera. Le dije que una vez leí en un libro que por norma general, los asesinos, asesinan sin preocuparse por la otra persona, sin prepararles para su final. Le dije que eso estaba mal. Que las palabras no se las lleva el viento, que se quedan contigo. Le dije que hablando todo era más fácil. Que se la debía. Y que aquí se acababa.

Le dije que esta era su conversación.
Y dos lágrimas cayeron de sus párpados.









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