Los hermanos 

   —¿Has pensado ya cómo lo harías?


    —No, ¿y tú? —dijo mi hermano.


    —Yo lo pensé hace mucho —respondí—. No entiendo cómo tú no lo has hecho.


    —No te diré que no lo he pensado muchas veces, ya sabes que sí, pero nunca he dicho, así será, esta           es la manera en la que lo haré. No sé, quizá nunca pensé que llegaría el momento o que llegaría a           tener el valor de hacerlo. Por eso creo que nunca lo he pensado detenidamente; con convicción. No         lo he madurado como tú.

    No supe bien qué contestarle. Dimos una última calada y tiramos los pitillos al borde de la acera, y entramos en el bar. Saludamos a Mel, la camarera, y nos fuimos a la mesa del fondo a la izquierda que está medio tapada por un pilar. Nos sentamos como siempre hacíamos, yo de espaldas a la calle, y él contra la pared. Nos acomodamos lentamente; sabíamos que íbamos a pasar un buen rato en aquel sitio. Hicimos nuestro clásico piedra, papel y tijeras al mejor de tres. Gané yo y elegí negras. Sacamos el tablero, lo limpiamos con una servilleta, y comenzamos a poner todas las fichas en su casilla correspondiente. Cuando terminamos de colocarlas perfectamente alineadas y enfrentándolas con el ejército rival, Mel llegó con las bebidas: un té con leche para mi hermano, y un café americano para mí, que dejó en perfecto silencio en la mesa que teníamos a nuestra derecha. Le dimos las gracias con una muda sonrisa, nos miramos a los ojos y nos dimos la mano; nos deseamos suerte y dijimos lo que llevábamos diciéndonos desde que teníamos aproximadamente cinco años: que gane el mejor.


    Mi hermano y yo nos conocíamos tan bien, pero tan bien, que en ocasiones, las partidas se volvían una larga carrera de fondo entre silencios, esperas y jugadas mentales para intentar sacar ventaja del oponente.


    —Llevamos casi tres horas, ¿te parece que lo dejemos y sigamos mañana?


    Yo estaba enfrascado en la partida, con los codos apoyados sobre la mesa y abrazando mi cabeza con las dos manos, masajeando dulcemente mis sienes con tal de fabricar el chispazo de lucidez que me indicara el siguiente movimiento.


    —¡Hey! —dijo alzando un poco la voz. Levanté la mirada y me encontré con la entrepierna de mi               hermano. Se había levantado y estaba sacando un pitillo.


    —Perdona, ¿qué? —respondí confuso.


    —Que si lo dejamos para mañana. Ya llevamos aquí casi tres horas —señaló el reloj con los dedos.


    Estaba cansado, sí, pero la partida me tenía totalmente absorbido. También estaba sediento, la última cerveza se me había acabado hacía un rato, y empezaba a tener algo de hambre. El reloj marcaba ya las diez menos veinticinco de la noche. El tiempo había pasado volando. Estábamos solos. Vale, contesté, pero déjame que le haga una foto para saber la posición exacta de las fichas. Mientras la hacía, mi cabeza no dejaba de darle vueltas a la siguiente jugada y todas sus posibles variaciones.


    —¿Qué tal la partida de hoy? —preguntó Mel mientras recogía la mesa llena de vasos vacíos. Tenía           una sonrisa enorme.

    —Agotadora —dijo mi hermano.

    —Eso veo —respondió ella—. Desde la barra se veía a tu hermano muy concentrado.

    Reí.

    —¿Solo hoy? —le dije entre unas tímidas risas, lo que provocó que ellos también se rieran.

    —No, por supuesto —respondió quitándole hierro al asunto—. Pero hoy se te veía especialmente               concentrado. No sé, podía notar que querías ganar esta partida.

    Sonreí con los ojos cerrados. Al abrirlos, Mel estaba llegando a la barra con la bandeja cargada. Me fijé en cómo se le movía ligeramente la punta de la coleta en la que se había anudado el pelo. Exactamente igual que la cola de un caballo a paso lento. Transmitía la misma sensación de tranquilidad. Era igual de hermoso. Cuando desapareció camino de la diminuta cocina del bar, dirigí la mirada hacia mi hermano. Tenía el mismo gesto que un padre orgulloso ante su hijo pequeño. O uno que le ha descubierto haciendo algo a escondidas. ¿Qué?, le dije medio en broma, medio en burla. Llevábamos cerca de un año yendo a ese bar. Sabía perfectamente que Mel me gustaba. No dijo nada. Se limitó a levantar las palmas de las manos.

    —¿Ya os vais? —preguntó Mel desde el otro lado de la barra.

    —Sí —contestó mi hermano—. Se está haciendo tarde. Son casi las diez.

    —Vaya —respondió—. Ni me había dado cuenta. ¿Seguro que no os apetece la última? Yo invito.

    Miré a mi hermano. Esperaba que me tirara un capote y dijera que sí, que nos tomábamos la última con la excusa de quedarnos un rato más ahí charlando con ella.

    —Es tarde —dijo con tono lastimero—. Y estoy cansado. Ha sido una partida dura. Pero quédate tú         si quieres.

    Le dije que yo también estaba algo cansado. Que el próximo día seguro, pero nada de invitar, sentencié con una sonrisa. Ella correspondió con una más amplia. Está bieeeen, dijo. Mi hermano se despidió y salió. Yo lo hice algo nervioso.

    —Por cierto, ¿qué tal las cosas por casa? —preguntó cuando estaba a punto de salir. Sorprendido,               entré de nuevo y cerré la puerta para que no entrara el frío.

      —Bien —respondí con dejadez—. Ya sabes… el viejo en la cama sin mucho que poder hacer. A                 veces va mi hermano a verle. Otras voy yo. Es un poco agotador estar así.

    —Bueno… —comenzó a decir—. Espero que no pase, entiéndeme, pero quizá, no sé, estando en               cama está, bueno… quizá no le quede mucho.


    Pobre. Se notaba que estaba incómoda. Sonreí para quitarle hierro al asunto. No me gustaba verla así.

    —Sí —respondí con una tímida sonrisa—. La verdad es que no creemos que aguante mucho más el           viejo. Puede que sea cuestión de días —volví a sonreír con a la vez que me acercaba a la barra.               Alargué un brazo y puse mi mano sobre la suya—. Gracias por preguntar Mel. Buenas noches.

    Mientras decía las últimas palabras, apreté ligeramente su mano con cariño. Fue uno de los gestos más valientes de mi vida. Aguantamos la mirada un instante.

    Ya en la calle, a varias manzanas de distancia del bar, camino a nuestras casas y paseando tranquilamente para disfrutar del cigarrillo, le volví a plantear a mi hermano el mismo problema que unas horas antes.

    —¿Y bien, has pensado ya cómo lo harías?

    —No —contestó—. Le he estado dando vueltas mientras jugábamos, pero todavía no tengo nada               claro. Un par de ideas vagas, pero nada concreto.

    —Vas a tener que ir decidiéndote. Creo que tienes mate en seis.

    Se frenó.

    —Si no me equivoco, creo que lo puedo dejar en cuatro —una amplia sonrisa llenó su cara, y en el           acto, los dos reímos. Le pasé un brazo por encima del hombro y continuamos caminando.

    —¿Te apetece ir a tomar un trozo de pizza y una birra al bar de Anto? —le propuse animado.

    —Gracias, pero no —me dijo sin apartar la mirada del suelo—. Me voy a acercar a darle un poco de           agua a papá,  cambiarlo de postura y curarle las magulladuras de las sogas. Quizá teniéndolo                   delante se me ocurra una forma de acabar con esto.






Cargo Collective, Inc. Los Angeles, Calif.