Leo

Jorge está en su despacho cuando suena el teléfono. No lo tiene guardado. Es un número largo con un prefijo extraño. Desconfía. A lo largo de esta semana, y la pasada, le han estado llamando de distintos Call centers para ofrecerle varias ofertas de telefonía y seguros. Se queda mirando la pantalla dudando si contestar y mandarlos a la mierda, o si dejar que el contestador lo haga por él. Es la segunda vez que le llaman en menos de tres minutos. Al rato, quien sea que lo está llamando, cuelga. Mira de reojo el móvil cuando se corta la llamada, y al instante vuelve a fijar su mirada en la pantalla del ordenador. Por un segundo se le nubla la vista ante tanto número. Lo ha hecho ya más de tres veces desde que terminó el documento hace un par de días, pero está revisándolo de nuevo. En menos de media hora tiene la reunión con el consejo y, a pesar de que el cierre anual es favorable, no han alcanzado el objetivo en dos de los siete KPI’s que se habían marcado a inicio de año. No es un drama, Jorge lo sabe, pero va a dar que hablar. No es expresamente culpa suya, pero para el Consejo, todo es culpa de todos, menos del Consejo. Eso le irrita. Le irrita porque en parte es cierto, pero en parte no. Le irrita porque sabe perfectamente cómo se va a desarrollar la reunión. Las preguntas que el consejo va a hacer. La contestación de sus compañeros. Los balones fuera. Las excusas. Las caras largas del Consejo. Ojalá pudiera levantarse ahora mismo de la silla y desaparecer con tal de no tener que escuchar a tanto imbécil, piensa. Pero sabe que no es posible. En diez minutos estarán todos esperando frente a la puerta del salón de actos, mirándose a la cara sin ninguna intención, o mirándose los zapatos, o repasando por última vez cualquier dato que lleven en sus informes con tal de intentar salvarse el culo.

    Para borrar de su mente estos pensamientos, y sobre todo, a los patéticos compañeros que tiene -a los cuales está obligado a soportar por culpa de que su empresa quebrase y haber tenido que aceptar el primer empleo que le surgió- Jorge pasa a la siguiente página del documento que ya ha revisado varias veces. Al hacerlo, el teléfono vuelve a iluminarse. Ahoga un grito -mezcla de desesperación y frustración- y totalmente sobrepasado, contesta. Del otro lado de la línea, una voz de mujer, cansada y sin acento extranjero -dato que le sorprende y le hace dudar de que sea un Call Center- pregunta por él. Dice que sí, que es Jorge B. y pregunta quién llama. La mujer, de manera pausada, midiendo las palabras, le cuenta que llama desde el Hospital Universitario. Su hijo Leo ha sido llevado de urgencia desde el instituto y ha sido ingresado hace apenas unos minutos. Está en el quirófano. La mujer sigue hablando, sin embargo, Jorge balbucea algo y le cuelga abruptamente dejándola con la palabra en la boca. Jorge coge su teléfono, las llaves del coche, la cartera y sale corriendo.

         En cuanto gira el contacto de la llave, llama a su mujer. Comunica. Da marcha atrás y golpea ligeramente el coche que está estacionado detrás del suyo. Mira en un acto reflejo. Sabe que es el coche de su jefe, y Jorge maldice al aire, esta vez a viva voz, cagándose en Dios y en la madre del dueño del vehículo. Baja del coche y ve que no ha sido nada. Se sube y arranca chirriando las ruedas. Vuelve a llamar a su mujer. Sigue comunicando. En esta ocasión se caga en la puta madre de esta mientras sale del parking, acelerando y a punto de llevarse a una señora por delante.

    Marta cuelga el teléfono entre lágrimas. Lo deja sobre la encimera de la cocina sin ver que Jorge la ha llamado. Coge la botella que tiene al lado y se echa dos dedos de whisky en un vaso. A duras penas consigue llevárselo a la boca. El temblor que desde hace un tiempo la acompaña, se ha vuelto incontrolable. Va al baño a lavarse la cara y el espejo le devuelve la visión de alguien irreconocible. Los ojos rojos como dos cerezas. Los párpados como dos balsas de agua acentuando sus ojeras. Un moco que le cuelga desde la nariz al labio superior. Se asusta. ¿Quién es esa de ahí?, piensa. Y es cierto, esa de ahí no es ella. Es ella sabiendo que su hijo está en el hospital, y entonces, un grito desesperado llamando a Leo escapa de su boca, reverbera contra las paredes y le golpea las piernas, haciendo que estas le fallen. A punto está de caerse, pero se apoya en el lavadero para continuar llorando y entonces, vencida, se deja caer sin dejar de repetir el nombre de su hijo.

    5 minutos después, aunque para ella ha pasado una eternidad, Marta sigue llorando en el suelo del baño. Lo hace en silencio, mecánicamente. Tiene la mirada fija en el coche de juguete que no le dejó llevarse a Leo al colegio por miedo a que lo perdiera o se rompiese. Su hijo, que le había prometido a su amigo Hécotr que hoy llevaría el coche, se puso a llorar -al igual que lo hacía ella ahora- y se enfadó con su madre -sin hablarle- incluso cuando esta lo dejó en el colegio.

    Mirando el coche no para de preguntarse qué ha podido pasar. Cómo es posible que hayan tenido que llevar a su hijo de cinco años del colegio al hospital. Se supone que el colegio es un sitio seguro. Sobre todo para un niño. Está tan preocupada rumiando preguntas que no se da cuenta de que la están llamando de nuevo. Tiene solo cinco años, piensa, y yo le hice llorar esta mañana. Se derrumba presa de la culpa. Solo cuando el teléfono para, es consciente de que estaba sonando. Intenta levantarse, pero las piernas no quieren hacerle caso. Anda a gatas hacia la cocina y agarrándose a los tiradores de los cajones consigue ponerse de pie. Tiene tres llamadas perdidas. Coge el móvil para ver quién es, pero el miedo le hace dejarlo de nuevo antes de averiguarlo. Se sirve otro dedo de whisky y bebe con decisión.

    Cuando Jorge cuelga a su mujer, está lleno de furia. Conduce como un kamikaze, a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y está a punto de hacerse sangre en las palmas de las manos por la forma en la que está agarrando el volante. Trabaja a las afueras de la ciudad, aproximadamente a unos cuarenta minutos del hospital donde está su hijo y tiene la sensación de que no va a llegar nunca. Tiene la mirada fija -y perdida- en el horizonte. Por momentos también aprieta la mandíbula. Todos estos pequeños detalles le hacen estar más concentrado. Más seguro de que llegará al hospital antes de lo que marca el GPS. Mira el reloj. Han pasado once minutos desde que salió corriendo de la oficina y solo entonces repara en que no sabe qué le ha pasado a su hijo. Con las prisas por salir, colgó a la enfermera y esta no le dijo por qué lo habían ingresado ni por qué estaba en el quirófano. Acelera para acercarse al coche que tiene delante, y cuando está a punto de chocar, gira el volante y lo adelanta a toda velocidad.


    Serpenteando la ciudad, nota los surcos de las lágrimas a lo largo de sus mejillas y cómo estas se desprenden al llegar al final de su cara. No sabe por qué, pero no puede parar. Lo único en lo que puede pensar es en recorrer metros para ganarle segundos al crono. En llegar al hospital para saber que Kevin está a salvo. Un cosquilleo le recorre los dedos desde hace rato, pero aprieta más sus manos notando el cuero retorcerse contra su piel. ¿Cómo es posible que no preguntara cómo estaba su hijo? ¿En qué estaba pensando? En salir de allí cuanto antes, pero… ¿por la reunión o por Leo? ¿Qué clase de padre no pregunta qué le ha pasado a su hijo al que acaban de ingresar en un quirófano? Con la mirada borrosa a causa de las lágrimas, a lo lejos, reconoce unos árboles sin hojas. Son del parque que hay delante del hospital donde está Leo. Se cambia de carril mientras presiona el claxon a la señora que iba delante de él y vuelve a acelerar. Ahora que ha soltado el volante se seca las lágrimas con los nudillos. Está cerca, comienza a ver todo más claro. Cuando retira la mano de su ojo derecho, el semáforo que tiene a doscientos metros sigue en rojo. Va tan rápido que no frenar sería una imprudencia, se dice. Pero está a tres calles del hospital. Solo tres. Retuerce sus manos sobre el volante -por si tuviera que lanzarse al vacío- y acelera confiando en que la luz cambie.

    Esta vez, quien no contesta es Jorge. El agente de policía que tiene el teléfono de Marta en la mano, cuelga al saltar el contestador. Su coche, tras ser embestido por otro vehículo que circulaba a gran velocidad, ha quedado incrustado contra la persiana de un comercio tras dar dos vueltas de campana. La han tenido que sacar -muerta- por el lado del copiloto. El otro vehículo, tras el choque, ha perdido la dirección y se ha estrellado de frente contra un autobús. El golpe ha sido tan fuerte, que el morro ha quedado completamente compactado como un acordeón hasta la parte del volante. El conductor ha sido llevado de urgencia al hospital más cercano -el Hospital Universitario- con ambas piernas fracturadas, un traumatismo craneoencefálico y varias costillas rotas que estaban perforando un pulmón.

    Cuando el policía que tiene el teléfono de Marta llega a la zona policial habilitada, pregunta a un compañero si han identificado al conductor del otro vehículo implicado. Es Jorge B., le contesta. Confuso, el primer policía se acerca al coche que chocó contra el autobús. Agachado sobre lo que queda del lado del conductor vuelve a marcar el teléfono de Jorge en el móvil de Marta. Al igual que hace unos minutos, el móvil de Jorge suena débilmente, desde algún punto dentro de la maraña de chatarra que es la parte delantera de su coche.






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