Karaoke
De pie junto a la barra, José Valdivia observa y escucha a las dos chicas que están cantando sobre el escenario. Cantan alegres. Despreocupadas; sin pensar en quién les está mirando o lo que opinarán de sus voces y sus desafinados. Hacen gestos y señalan al grupo de amigos y amigas que tienen a un lado de la sala. Algunos se han levantado y otros no, pero todos las animan. José conoce la canción y acompaña el ritmo con la puntera de su pie golpeando el suelo y las yemas de sus dedos repiqueteando sobre la barra. Junto a él hay un Mai Tai a la espera de su último trago. Las chicas lo dan todo; cantan a pleno pulmón el estribillo final y se mueven por el escenario sin una coreografía ensayada. Se miran a la cara, se acercan, se tocan. Son el mejor dúo que pueden ser, y serán el mejor dúo de esa canción aquella noche. Cuando acaban, las chicas ríen alegres y ligeramente avergonzadas tras el frenesí de la actuación y se abrazan, los amigos silban y casi todo el karaoke aplaude. Es una máxima de los karaokes, piensa José; cuando alguien acaba de cantar, hay que aplaudir para ayudar a pasar el mal trago general que se suele sentir por no saber hacerlo y pasar de buena gana el ridículo. De repente, un chico se levanta con torpeza del sofá donde está con sus amigos y se dirige hacia el escenario. Es alto, delgaducho y lleva unos vaqueros ajustados, unas zapatillas de deporte clásicas blancas y una sudadera azul marino desgastada. Suenan los primeros acordes de Sufre mamón de Hombres G y el chico, que casualmente tiene un timbre de voz parecido al del cantante del grupo original, comienza a cantar. Lo vive como si él fuera el mismísimo David Summers o como si la canción tratase sobre él. Algunos de sus amigos se han acercado a hacerle de público y cantan juntos, levantan los brazos al cielo y señalan con la punta de alguno de sus dedos hacia el techo cuando llega el estribillo y estiran sus cuerpos, enmascarando entre todos los gallos que de tanto en tanto le salen al cantante por la emoción de gritar a todo pulmón que le devuelvan a su chica. Entretanto, a José le han puesto un nuevo Mai Tai como a él le gusta, con un poco menos de Amaretto y un ligero toque más de lima; con dos hojitas de menta que siempre mastica cuando termina la copa y con un trozo de piña, uno de naranja y una cereza que se va comiendo a medida que bebe. No sabe cuánto tiempo lleva tomándolo, pero ahí siguen, inseparables. Cuando termina la canción, el chico se lanza hacia sus amigos, que lo reciben en un abrazo y saltan en círculo mientras abuchean a una tal Marta. En la pantalla que anuncia la siguiente canción aparece Cuando fuimos jóvenes de El Cuarteto sin son. José da un trago a su bebida y se dirige lentamente hacia el escenario, agarra el micrófono del suelo con un poco de dificultad y lo engancha en la base. Cierra los ojos y toma aire.
Éramos tu y yo,
pequeña,
pequeños los dos como un segundo.
Éramos grandes,
mi amor.
Tan grandes como el mundo.
Cuando abre los ojos de nuevo, la sala está en un silencio sepulcral. Se podría decir que ha pasado un ángel, pues todos están con los ojos abiertos, mirando ensimismados hacia el escenario. Él sabe que no es un ángel, pero ahí están, mirándole. Entonces, tímidamente se oye un aplauso y en cuestión de segundos, todos están aplaudiendo y lanzando vítores a José, que levanta la mano y hace el gesto de dar las gracias juntando sus palmas antes de arquear un poco su tronco en una pequeña genuflexión. Nadie esperaba que José cantara tan bien, y aunque no conocieran la canción, es indudable que se la sabía a la perfección, clavando cada estrofa, cada tono. Coloca el micrófono en su base y baja con pasos cortos y seguros. Nuevamente en la barra, sentado en un taburete y con su Mai Tai, que ya ha perdido parte de su hielo, ve cómo un chico y una chica se dirigen al escenario cuchicheando. No sabe qué se estarán diciendo, pero sí sabe cómo se sienten. Más de una vez le han dicho qué es muy vergonzoso salir a cantar (en este momento siempre hace el gesto de las comillas con las manos) después de él. Siempre sonríe y da las gracias cuando alguien le dice eso o le felicita por lo bien qué ha cantado. No puede negarlo, le gusta que se lo digan, es un halago y un privilegio, pues para él, la música y cantar, son de las mejores sensaciones del mundo. A mitad de canción termina su copa, se despide de Sara, la camarera, y se dirige a la salida. Arturo, el chico de seguridad se queda hablando unos segundos con él mientras se acerca un grupo de chicas. Se despiden cuando estas están cerca, y al pasar a su lado nota cómo una de ellas lo sigue con la mirada. Él continúa andando, con los mismos pasos cortos del escenario, propios de una persona que ha vivido mucho y que cada vez le queda menos por vivir. No la ve, pero la chica continúa mirándolo a la vez que le cuenta con emoción, algo a una de sus amigas.
Los últimos metros hasta el portal de su edificio le cuestan amargamente. Esta vez no ha traído el bastón que se compró hace unos meses -alentado por su médico, pero más obligado por sus piernas- en un intento de volver a ser una persona que ya no es, pero se dice así mismo que ha sido un error, que no vuelva a hacerlo. Ya no tiene treinta años, piensa, sino el doble y casi el triple. En aquella época, recuerda, en la treintena, se subía al metro en Plaza España, sin rumbo fijo, y aguantaba horas y horas de pie. Horas yendo de vagón en vagón cantando. Bajándose en una estación para realizar un transbordo y continuar su ruta. Cantando por todas las líneas a lo largo de las horas, hasta llegar a casa. Pocos eran los días que no volvía a casa con dinero. Como mínimo, un ramito de flores para Lucía, su mujer. Pero siempre llevaba algo más. Los mejores días un poco de carne y pan. Los menos, un pan más pequeño y una oncita de mantequilla. El azúcar lo tenían ya en casa. Él siempre volvía feliz, se había pasado el día cantando. Y ella, feliz de verlo con esa sonrisa al cruzar la puerta.
Al pulsar el botón del ascensor se siente finalmente a salvo. El cansancio lo fulmina y se apoya en la pared. Se mira en el espejo que tiene enfrente. El tiempo no perdona, piensa. Cuando abre la puerta, apoyado contra el mueble está el famoso bastón, lo coge y mira un instante la foto que tiene de él, muchos años atrás, sobre un escenario de un bar con espectáculo de su Guadalajara natal, cantándole a una chica de pelo rubio que está sentada en la mesa justo delante de él. ¡Qué jóvenes éramos!, piensa, y echa a andar por el largo pasillo decorado con imágenes que ya nadie recuerda. Su primera actuación en un recital del colegio. El grupo que formó con cuatro amigos del instituto. El disco de boleros que sacó en solitario. El primer concierto en el Teatro del Palacio de Bellas Artes de México DF. Una foto con Roberto, Leandro y César cuando formaron El Cuarteto sin son. Las portadas de sus discos. Aquella portada de revista. El disco de Oro.
Sentado en su butaca, de fondo, suena un tango. La otra gran pasión musical de José. Mientras tanto, mira una foto suya y de Lucía en el setenta y tres cuando compraron la casa en la que ahora vive solo. Recuerda cómo se fueron de México buscando la tranquilidad y poder disfrutar de una vida anónima lejos del ajetreo de un país que amaban, pero donde eran más conocidos que el presidente. Lo agradable que era pasear por unas calles donde no le conocían, donde no le paraban para pedirle fotos ni autógrafos cada dos pasos. Donde poder ser un cualquiera como le pasa cada jueves en el karaoke. Lo recuerda con nostalgia y con cierta intriga, pensando en que quizá ahora, en México también, quizá, pasaría desapercibido. Y a la vez que Gardel, canta al aire que es un soplo la vida. Que 20 años no es nada.