El agujero

Aug 22

No me lo podía creer. Cuando me levanté de la taza del water y me subí a la báscula, sencillamente, no me lo podía creer. Por fin había llegado a los doscientos kilos; concretamente doscientos kilos y doscientos gramos, y había sido toda una sorpresa teniendo en cuenta el inesperado despertar que había tenido ese día cuando, en mitad de un placentero sueño en el que mi mejor amigo y yo estábamos devorando unas hamburguesas de nuestro local favorito, mi cuerpo me lanzó la señal de que tenía que evacuar con prontitud. No sé si os podréis hacer una idea de lo complicado que es querer hacer algo con rapidez, con mucha rapidez, cuando se pesan dos cientos kilos, aunque en realidad no importa. La cuestión es que una punzada me atravesó el estómago, desencadenando, por parte de mi cerebro, una señal de alerta cuyo objetivo no era otro que abriera los ojos y espabilara; para acto seguido, lanzarme otra señal en forma de presión en el ano. Instintivamente me puse como pude una mano encima de la barriga y apreté ligeramente para calmar el dolor sin conseguir nada hasta que una segunda punzada me volvió a perforar el estómago obligándome a rodar por el colchón hasta el borde de la cama para intentar levantarme. En su lugar, como estaba más concentrado en apretar los glúteos para intentar retener lo que intentara salir de mi culo, el resultado no fue otro que caerme de la cama contra el suelo al hacer el giro hacia el borde. POOM, un sonido fuerte y sordo, acompañado de un PRFFF de una buena pedorreta. Me quedé varios segundos boca abajo asimilando la hostia que me acababa de dar y los daños de la pequeña humedad que notaba entre mis nalgas, antes de levantarme de la mejor manera posible para que lo que fuera que quisiera salir de mi interior, no lo hiciera con el esfuerzo de intentar ponerme de pie. Ya os lo dije antes, y seguro que no os hacéis una idea real aunque sí os lo imaginéis, pero es muy muy complicado levantarse del suelo cuando pesas doscientos kilos, pero la cuestión es que lo hice sin saber muy bien cómo; y bastante rápido además. Quizás fueron segundos, o quizás fueron minutos enteros, pero en un momento de necesaria supervivencia como ese, en un momento de vida o muerte, mi lado más primitivo vino a echarme una mano para llegar al water antes de que pasara una desgracia. Para mi suerte, solo fue un susto; unos retortijones tocapelotas, algún que otro pedo y un poco de líquido más que salió acompañando a los pedos, pero eso fue todo. Y no digo susto por el hecho de cagarme encima, que también, sino por el hecho de que una gastroenteritis en este momento me podría haber hecho bajar perfectamente unos cuatrocientos o quinientos gramos de peso, alejándome unos días más de mi ansiado propósito.




Brrr. Brrr. Brrr. El móvil del asistente del Señor X acababa de recibir varios mensajes. Respiró profundamente, todavía dormido, e inconsciente ante la delgada línea que separa el sueño del despertar. Abrió los ojos y agarró el teléfono; podría ser importante.

—Hola

—Ya lo he conseguido.

—200,2 kilos.

    También había recibido una foto, aunque con el móvil bloqueado no podía ver qué era. El asistente de Señor X miró la hora en su móvil, las seis y siete de la mañana. Todavía le quedaban cuarenta y cuatro minutos hasta que sonara el despertador, así que se giró hacia el interior de la cama, dejó el móvil a un lado y cerró los ojos decidiendo contestar más tarde a quien quiera que fuese. Brrr. Brrr. Brrr. Tomó aire con los ojos cerrados y los abrió a la vez que abría la boca para soltar un Me cago en tu puta madre gordo de mierda. Tocó su móvil para ver los mensajes.

—¿Hola?

—Cuando os pusisteis en contacto conmigo me dijisteis que avisara al llegar a los 200 kilos.

—¿Qué tengo que hacer ahora?

    El asistente del Señor X miraba la pantalla con los ojos entrecerrados para que el brillo del móvil no le deslumbrara en exceso. Pulsó en uno de lo mensajes y comenzó a escribir, Ve a desayunar, gordo. Pero justo cuando fue a darle a enviar se contuvo, no quería empezar así el día. Borró el gordo y lo mandó. Repitió los mismos pasos que había hecho apenas cinco minutos atrás, dejó el móvil sobre la cama, se giró, se tapó un poco con la sábana, como protegiéndose de cualquier cosa que estuviera fuera de ella -incluidos los sonidos y vibraciones del móvil- y cerró los ojos. Brrr. Suspiró, pero no se movió. Tendría que haber mandado ese Gordo, dijo. Aguantó para ver si no volvía a vibrar, intentando dejar su mente en blanco para volver a dormirse; pero no pudo. Brrr. Volvió a suspirar, más fuerte esta vez; un suspiro lleno de cansancio, de enfado y de odio. Se giró en la cama para ver qué le había dicho el gordo ahora. Un OK y otra foto. Desbloqueó el móvil, entró en la conversación y entonces vio la primera foto, una báscula marcando los 200,2 kilos; y la segunda, un paquete de bacon, seis huevos, seis rebanadas de pan de molde, mantequilla y una botella de zumo de naranja. Al asistente del Señor X, que todavía no se había levantado de la cama, le dio una arcada.

—¿Seguro que no puedes comer un poco más, gordito? —Contestó.

    Giró nuevamente hacia el borde de la cama, dejó el móvil sobre la mesita de noche y se levantó para ir al baño. Tras una larga meada se secó la punta de su pene con papel, se lavó las manos y la cara y se subió a la báscula que tenía en el baño. 70 kilos justos; se bajó y se miró al espejo. Cuerpo estilizado, hombros redondos, pecho levantado y marcado, abdomen plano y definido. Sonrió con confianza, con la seguridad de saber que tenía el cuerpo que muchísima gente querría tener; con la soberbia y la suficiencia de quien se cree por encima del resto. Levantó su brazo derecho y apretó para marcar el bíceps. Apretó el abdomen, seis cuadrados perfectos. Relajó el cuerpo y agarró el bote de crema hidratante. Brrr. Brrr. Brrr.



Acababa de meterme el penúltimo bocado del último sandwich -aunque cocinaba todo por separado, luego hacía sandwichs con las tostadas, los huevos y el bacon- de dos huevos y cuatro tiras de bacon, cuando recibí un nuevo mensaje del número desconocido con el que me había puesto en contacto. ¿Seguro que no puedes comer un poco más, gordito? Cuando lo leí se paró el tiempo. Instantáneamente, mi corazón, ese músculo insano y cansado de latir por encima del esfuerzo recomendado comenzó a funcionar todo lo rápido que pudo para un chico de doscientos kilos y doscientos gramos que acababa de meterse entre pecho y espalda el desayuno de dos o tres personas. Me quedé mirando el teléfono, inmóvil y con una pasta de pan tostado con mantequilla derretida, clara de huevo, aceite frito y grasa de bacon, bacon y yema de huevo en mitad de la boca dispuesta para ser tragada. Cuando reaccioné intenté tragar esa bola casi solidificada que tenía esperando a saltar al vacío de mi garganta pero mi lengua no respondía a mis intenciones, así que cogí la botella de zumo y directamente a morro comencé a beber para empujar lo que tenía en la boca. Más de medio litro después, casi sin aliento y con una lágrima resbalando por la mejilla, volví en mí. Intenté tranquilizarme y leí nuevamente el mensaje. ¿Seguro que no puedes comer un poco más, gordito? ¿Cómo se supone que tenía que tomarme ese mensaje? ¿Era una indirecta? ¿O una amenaza? ¿Estaba jugando conmigo? Quizá quería reírse un poco. O tal vez no, quizá no bastaba con pasar los doscientos kilos solo por doscientos gramos y era un toque de atención. Pero, ¿podría ser tan grave? Comencé a ponerme nervioso. De pronto tenía calor y la camiseta me aprisionaba como una camisa de fuerza; me puse a sudar como un cerdo. Una gota me resbaló por la sien, y la espalda era un charco contra el respaldo de la silla. ¿Y si no me cogían? ¿Y si me rechazaban después de todo lo que había comido y todo lo que me había costado llegar hasta aquí? ¿Y si estos doscientos kilos y doscientos gramos no servían para nada más que para haber hundido el colchón, o para ahogarme al subir escaleras, o para tener que pagar doble en el cine por usar dos butacas en lugar de una? ¿Y si…?



Al salir del baño, el asistente del Señor X fue directo a por su móvil. Tres nuevos mensajes y una foto. Solo era la primera parte, decía el mensaje. La foto era un brick de leche entera de un litro y medio, una caja de cereales de copos de maíz tostados con azúcar y una tableta de chocolate. También había mandado un sticker de Homer Simpson gordo comiendo rosquillas. Al asistente del señor X le pareció patético, y así lo reflejó la mueca de disgusto que se dibujó en su cara, y sin contestar al mensaje, pero dejando una letra escrita en el chat de la conversación para que en el móvil del gordo apareciera el mensaje escribiendo, bloqueó su teléfono.

En la nevera de la casa del asistente del Señor X había cuatro bricks de leche entera en la balda de la puerta, diez paquetes de huevos en la balda más baja del frigorífico, paquetes de pechugas de pollo, ternera y algunos blisters de companaje y queso en la balda de en medio, y la balda superior estaba llena de multitud de yogures naturales. Los cajones inferiores estaban llenos de verduras y aguacates. Sacó uno de los bricks de leche, y un aguacate que dejó en la encimera y abrió el armario que tenía delante de sus ojos para coger la avena y el paquete de pan de molde. Al cabo de unos minutos dejó el batido de avena y la tostada de aguacate en la mesa de la terraza y comenzó a desayunar. Eran las siete de la mañana aproximadamente, y aunque el sol no había salido del todo, aguantando un poco se podía estar sin abrigar. Las vistas desde la terraza eran inmejorables con el océano a kilómetro y medio de distancia. Siempre le relajaba mirarlo independientemente de que estuviera dócil y relajado como en esta mañana, o inquebrantable con sus duras y martilleantes olas durante los días de tormenta. El océano era, junto con el Señor X, una de las pocas cosas por las que tenía un respeto endiosado el asistente del Señor X. Terminó de beberse el batido a las siete y veinticinco según la altura a la que estaba el sol en ese momento, dato que conocía debido a las veces que había repetido ese desayuno, a esa hora, a lo largo de los últimos años, y se encendió un cigarrillo Lucky Strike con una cerilla. La agitó para que se apagará y le dio una bocanada tan grande como le permitieron sus pulmones. Este cigarrillo y el que se solía echar después de echar un polvo eran, junto con el puro habano y la copa de whisky de las celebraciones del trabajo, los únicos vicios que tenía, o se permitía, el asistente del Señor X. Se acabó el Lucky apoyado en el muro de su terraza mirando al horizonte, aplastó la colilla en el mismo sitio de todas las mañanas y dejó caer la colilla a la calle como hacía todas las mañanas.

Cuando salió de la ducha tenía la piel de gallina, los músculos ligeramente contraídos y los pezones tan duros como su orgullo. Ya no le dejaba tiritando bañarse con agua fría, pero nunca conseguiría que le gustase. Esa era una de las razones por las que el océano le daba un respeto gigantesco, por la certeza de que el frío siempre le dejaría una sensación de vulnerabilidad en el cuerpo contra la que no podría luchar nunca. Agarró la ropa que tenía perfectamente colgada tras la puerta del dormitorio y se vistió con su uniforme habitual. Deportivas negras, pantalón de traje negro a medida y un polo blanco también a medida. Bajó las escaleras de los veinte pisos que separaban su casa del parking y se subió al coche.



Cada mañana paso con mi viejo Ford Focus por la casa de Raúl de camino a la universidad. Raúl es mi único amigo, quitando a mis compañeros de LOL. Nos conocimos hace tres años al empezar la carrera y desde entonces nada ha cambiado entre nosotros. Nada salvo los ciento veintiséis kilos que he engordado estos tres años. Lo bueno es que a Raúl no le importa, al contrario de otra gente. A decir verdad, le importa tan poco que prefiere que pase a recogerlo en mi viejo, descolorido y estrecho coche en lugar de andar el kilómetro que separa su casa del campus de la universidad, solo para que yo llegue acompañado. Raúl es un buen amigo, de esos que si te tienen que decir algo, te lo dicen sin pensar porque saben que es por tu propio bien. Un amigo de verdad, de los que todos queremos a nuestro lado. Durante los primeros exámenes de la carrera, hace tres años, empecé a comer de más por la ansiedad del estudio y los nervios de los exámenes. Bollos, chucherías, refrescos, tabletas de chocolate, croissants, napolitanas, bebidas energéticas, palmeritas de chocolate, pizzas, kebabs, hot dogs, cereales… comía en exceso, y lo hacía en cualquier momento comprendido entre las ocho de la mañana, que era cuando me despertaba para ir a la universidad, y las doce y media de la noche que era cuando me acostaba después de haber estado estudiando o echando una partida al ordenador antes de irme a dormir. Ya en ese momento, Raúl, que es un amigo de la cabeza a los pies, me dijo <<Oye, entiendo que estés un poco estresado con las últimas clases del cuatrimestre y los exámenes a la vuelta de la esquina, pero deberías controlar un poco la ansiedad que tienes. No es bueno que te pases el día comiendo, y mucho menos que casi todo lo que comas sean dulces y bebidas azucaradas>>. Obviamente le dije que tenía razón, yo mismo sabía que no era bueno que estuviera como estaba, pero no podía controlarlo; sencillamente, no podía. Era comer o que me comiera la ansiedad. Y seguí comiendo. Terminé la semana de exámenes pesando siete kilos más de lo que pesaba apenas cuatro semanas antes. Me dije, y le dije, que ya que habían acabado los exámenes, iba a ponerme a dieta, a volver a comer como solía hacerlo antes; ni bien ni mal, pero que acabaría bajando esos siete kilos que me había traído de regalo la ansiedad. Y lo hice, dejé de comer las cantidades que había estado ingiriendo durante esas semanas, pero no dejé la comida basura y los dulces de lado. Las bebidas energéticas entraron en mi dieta diaria junto con la chocolatina de acompañamiento en el almuerzo, la bolsa de patatas a media tarde, el postre dulce después de la cena, y los cereales con los que acompañaba las partidas de LOL antes de acostarme. Para los exámenes del segundo cuatrimestre ya estaba cerca de los cien kilos, cifra que llegué a pasar después del exámen de Fundamentos de Programación.

Durante los cuatro meses que separaron ambos cuatrimestres, Raúl, como buen amigo me animaba a que volviera a cuidarme un poco, que hiciera deporte y saliera más de casa; incluso dijo de apuntarnos juntos al gimnasio o salir a andar a un parque cercano. Pero le dije que no, no me apetecía nada hacer otra cosa que no fuera estar en casa, leer, programar y jugar al LOL, ¡ah! y por supuesto, comer. <<Está bien>> me dijo, <<Si tú te sientes bien, de acuerdo>> y dejó de insistir. Pero esta mañana, cuando se ha subido al coche y me ha visto sujetando un Phoskitos y una lata de Red Bull en el espacio destinado para estas del salpicadero, junto con una cara de estupefacción y con total sinceridad, ha dicho: <<Menudo desayuno Charles>>, y ha cerrado la puerta del coche. De camino a la universidad le he explicado, medio en serio, medio en broma, que me había despertado temprano porque no tenía más sueño y que había desayunado hacía hora y media mientras programaba un rato, y que claro, me había entrado un poco de hambre antes de salir de casa y que si no me tomaba el Red Bull, me iba a dormir en clase. Y no ha dicho nada más, así de buen amigo es Raúl.

Tras acabar la tercera clase de la mañana a eso de las doce, teníamos una hora libre porque el profesor Sigüenza no podía venir esta mañana, así que nos hemos ido a la biblioteca a adelantar un trabajo. La biblioteca está al lado de uno de los comedores más grandes del campus, y previendo que después de esta hora libre tendríamos dos clases más y que no llegaría a casa hasta las dos y media aproximadamente, y que llevaba tres horas sin comer, le pedí a Raúl que entráramos un momento. Quince minutos más tarde salíamos con una Coca Cola Zero, dos napolitanas de jamón y queso y un Kinder Bueno de chocolate blanco para mí, y un sándwich de atún y tomate para Raúl. Mientras cogía mi almuerzo, Raúl me miraba como un padre mira a un hijo que está haciendo algo mal pero al que no puede decirle nada porque es pequeño y no sabe lo que está haciendo. Siempre me miraba así, pero ni yo era pequeño, ni era su hijo. Tampoco me dijo nada en esta ocasión, solo miró cómo pagaba todo y nos fuimos. Cuando nos sentamos en una de las mesas de la primera planta de la biblioteca ya solo nos quedaban treinta y cinco minutos hasta la siguiente clase, y teniendo en cuenta que caminar conmigo era un trabajo más complicado que el que teníamos que hacer, Raúl sugirió que mejor mirásemos un capítulo de The Office, descansásemos un poco y volviésemos a las clases y dejáramos el trabajo para la tarde o algún día de la semana. Yo, masticando mi primera napolitana asentí. Un minuto después, cuando me metí el último trozo de la napolitana en la boca, miré el pequeño bodegón que tenía sobre la mesa, con la segunda napolitana, la Coca Cola Zero y el Kinder Bueno y pensé en lo que había pasado durante el desayuno; en ese mensaje. ¿Seguro que no puedes comer un poco más, gordito?. La duda me volvió súbitamente y agarré el móvil. Ningún mensaje. ¿Pasaría algo? ¿Por qué no me decían nada? Me sentí vacío de repente, como si mi existencia no tuviera sentido. Como ese protagonista de película al que le gusta una chica y esta no le contesta a su último mensaje y mira el móvil constantemente dudando en si mandarle otro o dejarlo estar para no parecer desesperado. ¿Estaba desesperado? Definitivamente. Entré en el chat con la conversación de esta mañana, saqué una foto y la mandé; y como ese protagonista de película que no sabe si mandar o no un nuevo mensaje, pero que lo hace e instantáneamente se siente un idiota, yo me sentí igual.

Tres horas y pico después, de camino a casa de Raúl, parados en un semáforo, los dos mirando al frente y con una canción de The Strokes de fondo, Raúl me hizo una pregunta.

—¿Está todo bien Charles?

Me quedé paralizado, y mudo, y me puse nervioso. Muy nervioso. Intenté que no se me notara, por supuesto, pero a parte de que me era imposible fingir, me era mucho más imposible delante de Raúl. Seguí con la mirada al frente, esperando que el semáforo se pusiera en verde y sin separar las manos del volante. Nos quedamos en silencio. El semáforo se puso en verde y aunque tardé un poco en meter primera, salí. Giramos a la derecha.

¿A quién le mandaste esa foto en la biblioteca? –Ahora sí que se había girado. Yo no dije nada; tampoco sabía qué decirle. Era mi mejor amigo, pero no le había contado que hacía unos meses, en una de mis noches de juegos online y delivery, dentro del pedido que había hecho a mi hamburguesería de confianza, me había encontrado un flyer en el interior en el que una empresa alimenticia buscaba amantes de la comida para participar en un estudio sobre hábitos y gustos alimenticios con el fin de de desarrollar nuevos productos que satisfacieran las necesidades y deseos de las personas. Tampoco le conté que hablé con ellos y que me citaron en una de sus modernas oficinas donde me hicieron un test físico y me dieron a probar algunas de sus nuevos creaciones, y donde me ofrecieron formar parte del departamento de testing. Por supuesto, tampoco le había contado que esta nueva división de la empresa estaba enfocada en la creación de comida como hamburguesas, patatas fritas, dulces y demás productos considerados malos o engordantes y que para poder formar parte del proyecto, se requería que las personas que lo compusieran pesaran más de doscientos kilos con el objetivo de estudiar y valorar cómo era el impacto en personas que ya tenían un sobrepeso elevado con el fin de conseguir que esta nueva división fuera igual de saciante y sabrosa, sin llegar a ser tan dañina. No le había contado nada de todo esto a mi mejor amigo, por lo que no supe qué decir cuando me hizo esa pregunta. De repente, dijo: Charles, sabes que no me importa, en parte, lo que hagas con tu vida. Si no quieres contarme a quién le mandabas la foto, o para qué has hecho la foto, no lo hagas, no pasa nada; pero al menos dime que no tengo que preocuparme, que todo está bien. –Me temblaban un poco las manos y el corazón me latía más rápido que esta mañana cuando me llegó aquel mensaje, pero con un poco de esfuerzo conseguí decir un ligero, endeble y tembloroso <<Todo está bien>>. Entonces giré a la izquierda y aceleré hasta el portal de Raúl.



El coche se detuvo ante la barrera. El asistente del Señor X miró a la izquierda hacia la garita de seguridad y saludó con un gesto de cabeza al operario. La barrera se abrió, y entró. Bajó al parking y aparcó en una de las plazas reservadas para Dirección. Quince minutos después llegó a la cuadragésimo novena planta del edificio donde estaba el despacho del Señor X. Miró el reloj, faltaban tres minutos para las ocho y media.

    —Buenos días —Dijo la secretaria del Señor X. Ángela era una mujer de cincuenta y dos años que llevaba veintitrés años en el mismo puesto. Era eficaz, tranquila y resolutiva, todo lo que apreciaba el Señor X, y por consiguiente, su asistente. Cuando se acercó a su mesa, esta le tendió un manojo de cartas, tres periódicos -uno nacional, uno estadounidense y otro alemán- y una hoja impresa con el planning del día. El asistente del Señor X, que de sobra conocía la agenda del día, la leyó para revisarla. A las nueve de la mañana, reunión del Consejo de Dirección, a las once y media una cita con el abogado del Señor X para tratar los temas de la adquisición de la empresa alemana de productos veganos Vegammm!, comida de doce cuarenta y cinco a dos de la tarde con el presidente de la empresa de suplementos alimenticios BeBetter, de tres y media a seis la reunión por videoconferencia con el presidente, el Consejo de Dirección, los abogados y demás representantes de Vegammm!, y a las siete, la reunión de estatus diaria entre el Señor X y su asistente. <<Muy bien Ángela, todo correcto. Muchas gracias>> y se fue directo al despacho.

    Se podría decir que el despacho del Señor X era grande, tan grande como dos casas del asistente del Señor X contando la terraza, pero aún así, y con esta comparación, utilizar el término grande para describir el despacho del Señor X podría quedar insuficiente para referirse a un espacio de cuatrocientos metros cuadrados. El asistente del señor X llevaba tres años y dos meses entrando cada mañana por la puerta de ese despacho y todavía a día de hoy se quedaba encandilado ante la superioridad y la majestuosidad arrolladora que desprendía. Cuatrocientos metros cuadrados en la penúltima planta del edificio más alto de la ciudad con una vista perfecta de más de ciento ochenta grados te hacían sentirte como si el mismísimo Dios te hubiera dado audiencia para mirar por encima del hombro al resto de los mortales. Todo eso en un espacio donde solo se encontraban dos sofás de tres plazas con una mesa al centro, un mueble bar con bebidas alcohólicas y una nevera, una pantalla de setenta pulgadas hecha a medida que colgaba del techo frente a los sofás y la mesa acristalada del Señor X en uno de los laterales del despacho. Ni una alfombra, ni un cuadro, ni una lámpara de pie; eso era lo único que había en el apabullante despacho del Señor X junto con la escalera de caracol que había a uno de los laterales de su mesa y que conducía a la planta cincuenta del edificio, la residencia de quinientos metros cuadrados del Señor X. Después de echar un par de ojeadas a cada lado del despacho, de mirar cómo reflejaba el sol en uno de sus laterales y seguir el haz de luz que se colaba por la ventana y rebotaba en el suelo, retiró la mano del pomo de la puerta y fue a dejar las cartas y los periódicos sobre la mesa. Encendió el ordenador del Señor X, dejó su mochila sobre uno de los sofás y subió por las escaleras.

    —Baje a comer al restaurante de la planta treinta y siete. Tiene una mesa reservada a su nombre. Nos veremos en la sala de juntas de la planta cuarenta y ocho a las tres y media —Le dijo el asistente del Señor X al abogado antes de que este se subiera al ascensor y se despidieran momentáneamente. Miró su móvil, eran las doce y media. Dentro de quince minutos tendría lugar la comida con el presidente de BeBetter en la propia casa del Señor X. Revisó su bandeja de correo, veinte mails. Revisó las llamadas, cero. Y revisó los mensajes, uno del mismo número que lo había despertado esta mañana; era una foto. La abrió, e instantáneamente, mientras sus ojos analizaban una napolitana de jamón y queso, un Kinder Bueno de chocolate blanco y una Coca Cola Zero, por su garganta comenzó a subir una pequeña arcada acompañada de una amarga bilis que el asistente del señor X tuvo que contrarrestar tragando saliva y devolviéndola para dentro. Tosió por el regusto amargo y doloroso de la bilis y cerró la conversación. Miró a Ángela y comprobó que seguía tecleando cosas en su ordenador, como casi todo el tiempo que pasaba ahí sentada, y que no se había percatado del episodio que acaba de tener lugar. Sacó un pañuelo que tenía en el bolsillo de atrás del pantalón, se secó la frente, se la pasó por los labios y resopló mirando al suelo a la vez que la llamaba para pedirle una botella de agua.

    CLAC. El asistente del Señor X cerró la puerta de la casa de su jefe a la vez que se escuchaba una voz de fondo dura y poderosa, pero cansada. <<Menudos imbéciles. Me vienen a última hora con una nueva exigencia y con que el consejo cree que deberíamos subir el precio de compra según un último estudio que les entregaron ayer sobre la relevancia de empresas alemanas y futuros valores de mercado. Panda de hijos de puta, rastreros>> La voz, que ya desde la otra punta de la casa se escuchaba, poco a poco fue tomando más peso y cuerpo a pesar de temblar cada ciertas palabras. <<Nunca, nunca te puedes fiar de los putos alemanes. Después de los ingleses, y por supuesto de los putos franceses de mierda, son lo peor de este mundo>>.

El asistente del Señor X llegó justo cuando este terminaba de soltar su enfado en forma de speech.


—Tiene toda la razón señor. Son unos hijos de puta.

—¡JUM! Bueno, ya es nuestra. Y en un año hecho a los tres papanatas que se han quedado en el consejo y a su puta casa.

—Me parece perfecto. Además, se olvida de una cosa.

—¿De qué?

—De que lo que más les jode, es que le compremos nosotros la empresa.

—¡Claro, claro! Putos alemanes que se creen los reyes del mundo. Esta noche, a casa con un buen chorizo español por el culo —El Señor X comenzó a reírse fuertemente a la vez que una tos seca iba apoderándose de él.

—¿Está bien Señor? —Se acercó el asistente del Señor X—. ¿Quiere un vaso de agua?

—No. ¡COF! ¡COF!. Estoy bien. ¡COF! ¡COF!. ¿Te quedabas a cenar hoy?

—Hoy no puedo Señor, dijimos mañana tras cerrar el status de la semana que viene.

—Bien, bien. Sí, ya me acuerdo. Pediré que me suban algo del restaurante entonces —El asistente del Señor X asintió con una ligera sonrisa en la cara—. Vete muchacho, ya está todo hecho por hoy —Volvió a asentir con la cabeza, y sin decir ni una palabra más comenzó a recorrer los trescientos y pico metros que le separaban de la escalera de caracol que bajaba al piso de abajo. Cuando llegó a la escalera, se agarró a la barandilla y miró de nuevo al Señor X antes de comenzar a bajar.



Había pasado una semana y media desde que había llegado a los doscientos kilos y la única respuesta que había recibido al mensaje para dejar constancia de que ya había llegado al peso necesario fue el mismo día y casi al instante de mandarlos. Después de los primeros volví a mandar algunos, pero cayeron en saco roto. Sinceramente, la esperanza de volver a recibir un mensaje cada vez era menor, lo cual me entristecía y me hacía bajar el ánimo, pero por suerte o por desgracia, el miedo a que me volvieran a contactar y que por culpa del decaimiento y la decepción, mi peso hubiera bajado de los doscientos kilos, me mantuvo constante con el objetivo. Aquel día me levanté cansado; Raúl había venido a casa para terminar un trabajo que teníamos que entregar dentro de unos días y la mezcla de las tres pizzas barbacoa familiares, la tarrina de helado de medio kilo sabor cheesecake y los dos litros de Coca Cola, junto con que se había ido a las tres y pico de la mañana, me hicieron levantarme sin hambre por primera vez en un año y pico. A pesar de todo, me subí en la báscula. 201,7 kilos. Un kilo y medio más que cuando les avisé, así que podía permitirme no desayunar esa mañana. Como tenía tiempo debido a que no tenía que hacerme mis tostadas, los huevos, el bacon y la retahíla de cosas que solía desayunar cada mañana, me cambié y salí en dirección a casa de Raúl. La distancia entre las dos casas no era enorme, y como tenía unos cuarenta minutos antes de que llegara la hora a la que solía pasar por su casa, pensé que podría lograrlo. Comencé a buen ritmo, no voy a mentir, pero a medida que pasaban los minutos y el flujo de aire que entraba en mis pulmones se reducía, comencé a plantearme qué había hecho. Por mucho que me esforzaba, mis pasos no eran ni poderosos, ni rápidos. Más bien eran anti aerodinámicos debido al roce de mis muslos cada vez que quería dar un nuevo paso y la pierna dominante tenía que luchar contra el peso de la propia pierna, sumado al peso del trozo de muslo de la pierna contraria que chocaba a la hora de hacer el movimiento. Ante la sorpresa de nadie, tuve que reducir el paso. Aún así, ahogado y teniendo que parar unos segundos cada manzana y media y con el corazón trabajando bajo más presión que un minero, poco a poco le iba recortando metros a la distancia que me separaba de casa de Raúl. A tan solo cinco minutos de la hora oficial de recogida, me faltaba poco algo menos de mitad de camino, pero ni montado en un patinete podría haber llegado a la hora. Me paré para mandarle un mensaje a Raúl, parón que aproveché para respirar a grandes bocanadas, y seguí con mi inesperada aventura. Quince minutos después, cuando llegué a su portal, Raúl me esperaba con una botella pequeña de agua que había comprado en el kiosko de la vuelta de su casa, y con una sonrisa de oreja a oreja. Yo le recibí con la cara roja roja como un tomate, con el pelo, la camiseta y los pantalones empapados y echando el aire por la boca como un Bulldog inglés cuando da cinco pasos de camino al parque. No dijo nada, esperó sentado a mi lado en el arcén a que mi respiración volviera a tener un ritmo más relajado, y después, dándome un golpecito en el hombro hizo un gesto de cabeza indicando que siguiéramos. Me ayudó a levantarme, y continuamos camino de la universidad.

    Por descontado, a la primera clase no llegamos, y a pesar de tener el estómago algo tocado de la noche anterior, en cuanto caminé tres manzanas de camino a casa de Raúl, todo comenzó a funcionar como de costumbre, y antes de llegar a la mitad del camino ya quería sentarme en alguno de los bares que estaban abiertos o que comenzaban a abrir para comerme la mitad de la carta. No lo hice. Aguanté; no por demostrarme algo, si no porque me sabía mal que Raúl se perdiese más de una clase solo porque a mí se me hubiese antojado ir andando a la universidad, vete tú a saber por qué razón, aunque estoy seguro que no le habría importado. Cuando por fin llegamos a la entrada de nuestro pabellón, con la mano sujetando el pomo de la puerta, Raúl me miró y me dijo <<Estoy orgulloso de ti, Charles>>. Yo quería decirle que no tenía por qué estarlo, que no lo había hecho porque quisiera caminar, y mucho menos porque quisiera comenzar a hacer deporte para dejar de ser el gordo que era, sino que el problema real era que me había despertado con el estómago cerrado por haber cenado tanto la noche anterior y que entre eso, y el ligero pero creciente estrés que acarreaba por estar a la espera de algún mensaje de aquellos tipos por los que me propuse llegar a los doscientos kilos con tal de participar en un estudio alimenticio para personas con sobrepeso, al no poder desayunar, había decidido que lo mejor era ir andando hasta su casa para dejar de darle vueltas al tema como llevaba haciendo desde hacía una semana. Pero no pude. Entre otras cosas porque mi cuerpo estaba luchando por recibir oxígeno, por enfriarse y por conseguir algo de comida con lo que recuperar toda la energía que había perdido. Nos quedamos unos segundos mirándonos y cuando comencé a decir un <<No tienes por qué estarlo>>, me vibró el móvil. Dentro de tres días en el mismo edificio donde estuviste. Estate allí a las 8:00 am. No llegues tarde, y sobre todo, no peses menos de doscientos kilos. No me puse blanco, aunque tampoco puedo saberlo, pero seguro que el gesto de la cara me cambió porque le cambió a Raúl, y porque al instante me preguntó si todo estaba bien. Le dije que sí, pero que me moría de hambre y que me iba a acercar a la cafetería. Que lo vería en la tercera clase. Y lo dejé allí, aguantando la puerta, mirándome mientras me iba con una velocidad que no había tenido durante toda la mañana.



Pasaron los tres días, y pasó uno más. Eran las ocho y media de la tarde y el asistente del señor X abrió la puerta de la casa de su jefe para dejar pasar al servicio que traía la cena. Los acompañó a lo largo de los quinientos metros que separaban la cama donde estaba tumbado el Señor X de la puerta de la entrada y les indicó dónde tenían que dejar la comida. Cogió un billete de cincuenta euros que tenía en una mesa cercana y se los dio a la vez que les daba las gracias. Cuando se fueron, se giró hacia donde estaba el Señor X y le ayudó a sentarse un poco más sobre la cama.

—¿Así está bien, señor?

—Sí, sí. ¡COF! ¡COF! —Tosió el Señor X con una tos que parecía la antesala a otra vida. El asistente le colocó la mesa móvil sobre la cama para que el Señor X pudiera cenar y le fue colocando todos los elementos de la cena que acababa de traer el servicio; una copa de vino tinto, un poco de ensalada fresca de lechuga, tomate y cebolla, un poco de pan, y el plato principal, un trozo de carne que recordaba a un codillo en salsa. En cuanto había dispuesto todo para que el Señor X pudiera comenzar a cenar, el asistente del Señor X se sentó en la mesa que había a la derecha de la cama con su vaso de agua, su ensalada de lechuga, tomate y cebolla y un filete de pescado. El Señor X levantó su copa de vino y ambos brindaron.



Estaba tumbado en mi habitación leyendo un cómic cuando la puerta se abrió. Un hombre de unos cincuenta años con una cara agradable, gafas redondas, un bigote frondoso de color castaño casi pelirrojo, enteramente calvo y vestido con una bata blanca estaba al otro lado. <<Charles, ¿harías el favor de acompañarme?>> Instantáneamente dejé el cómic que estaba leyendo sobre la mesita que tenía junto a la cama, me levanté y salí. Recorrimos el largo y aséptico pasillo blanco que separaba mi habitación de un salón, y al llegar vi a otros cuatro chicos allí. Bueno, dos chicos y dos chicas, para ser exactos, sentados todos y cada uno en una gran silla que recogía a la perfección la enorme circunferencia de su culo. Por supuesto, ninguno bajaba de los 200 kilos, y así lo reflejaba el excesivo tamaño de su cuello, sus brazos blandos y cuarteados por los pequeños pliegues que se formaban en la piel y que comúnmente se llamaba piel de naranja, su barriga, su cintura y sus, como ya he dicho, enormes culos y piernas. Cuando llegamos, el hombre que había venido a recogerme y me había llevado al salón me pidió que por favor me sentara en la silla que quedaba libre mientras él terminaba de ultimar unos flecos de la reunión que íbamos a tener a continuación. Me senté junto a una de las chicas, la cual me miró al dejar caer mi culo sobre el asiento y que esbozó una ligera y tímida sonrisa cuando nuestras miradas se cruzaron. Soy Sofía, dijo. Yo Charles, contesté. Por fin veía a alguien más. Por fin tenía contacto con mis compañeros y me sentía parte de algo, parte del ansiado Departamento de Testing de la compañía. En milésimas de segundo mi cerebro comenzó a imaginar situaciones en las que todos probábamos productos y debatíamos sobre qué estaba bien y que no de cada uno de los alimentos que nos daban a probar. O sobre cómo pasaríamos los días o las noches ahora que por fin nos habían presentado y éramos un grupo. Pero no fue así. El resto de los chicos se presentó tras esta toma de contacto y acto seguido agacharon la cabeza o comenzaron a mirar hacia cualquier lado, temerosos de que nuestras miradas se cruzaran o de decir algo y entablar una conversación. Ni Sofía, que había dado el paso más difícil, el de dar la cara ante una nueva persona que llegaba al círculo al que se pertenecía, me hizo caso. Me resultó un poco extraño, pero tampoco le di muchas vueltas. Cuando se es una persona de nuestras características, y por nuestras características me refiero a pesar una cantidad abusiva de kilos, la gente tiende a rechazarte, mirar para otro lado o, incluso uno mismo, se aísla en su habitación y se refugia tras una pantalla de televisión, móvil u ordenador. Era normal que no quisieran hablar o que no supieran cómo relacionarse con otras personas del mundo real. Así que ahí estaba yo, sentado en un butacón comodísimo que abrazaba cada centímetro de mi grande y flácido culo, mirando al suelo y moviendo una pierna al ritmo de Sweet child O’ mine con tal de no cruzar la mirada con ninguno de los otros cuatro integrantes del departamento.

    Pasados unos minutos, el hombre calvo de bigote casi pelirrojo que vino a por mí a la habitación dejó de toquetear las teclas de un ordenador que estaba en el lado opuesto de la habitación y que yo podía ver directamente desde mi sitio, se giró hacia nosotros y recolocándose las gafas, dijo: Bueno, creo que va a ser hora de comenzar. En cuanto su boca terminó de decir la última letra de la frase las luces se apagaron, y sobre una de las paredes blancas del comedor, un proyector comenzó a mostrar el inicio de una presentación en la que podía leerse Good Food - Departamento de Testing y Calidad. Estaba emocionado.

    A lo largo de los cuarenta y tres minutos que duró la presentación, que me pareció eterna y aburrida, y en la que mi estómago, motivado por mi cerebro, había comenzado a protestar al llevar más de una hora y pico sin notar la entrada de ningún alimento sólido en él, el hombrecillo calvo nos contó en profundidad qué tipo de empresa era aquella para la que estábamos a punto de comenzar a trabajar y cuál era su propósito en el mundo de la alimentación y la salud de las personas, las normas y reglas que teníamos que cumplir durante el tiempo que pasáramos en el laboratorio y que bajo ningún concepto debíamos quebrantar si no queríamos quedar expulsados del programa y perder la remuneración prometida, los protocolos que teníamos que llevar a cabo antes y después de cada una de las sesiones de testeo, y cómo iba a ser el funcionamiento de estas. Al igual que ocurrió al inicio, en el preciso instante en el que su boca terminó de emitir el último sonido referente a la presentación que acababa de llevar a cabo, se hizo la luz y se apagó el proyector. Ninguno de nosotros dejamos de mirar al hombrecillo, que antes de preguntarnos si lo habíamos entendido todo, hizo un barrido rápido por la cara de cada uno de nosotros. Algunos asintieron y otros dijimos que sí, pero todos lo habíamos entendido. Nada de contar que estábamos trabajando aquí, nada de móviles en el recinto, y por supuesto, nada de contar a qué nos dedicábamos mientras estábamos allí. Tras nuestra respuesta afirmativa, el hombrecillo nos preguntó si teníamos hambre y si queríamos comenzar ya con la primera sesión de testeo, y lo hizo con el mismo tono de voz con el que un profesor de infantil le habla a sus alumnos de 4 años cuando quiere darles un premio. Y al igual que pasa en una clase de infantiles, la respuesta fue más sonora y contundente. Alguno hasta comenzó a aplaudir y vitoreó al aire, emocionado por lo que todos sabíamos que significaba eso; comida. Cada uno elegimos el plato que queríamos probar en esta sesión; yo elegí hamburguesa. Se me hizo la boca agua, y seguro que a ellos también.

    Tras cambiarnos de ropa y ponernos un uniforme blanco parecido a los pijamas que utilizan los dentistas en las consultas, seguimos al hombrecillo calvo por un camino de pasillos igual de asépticos que el que comunicaban mi dormitorio con la sala de reuniones. Tras girar un par de veces a derecha e izquierda, se detuvo ante una puerta blanca con un identificador electrónico a la derecha. Nosotros formamos una fila tras él, que tecleó un código en el identificador, colocó su ojo para un reconocimiento ocular, y abrió la puerta. Era un gran espacio circular con un techo de cristal abovedado por el que se veía el inmenso cielo azul que había sobre nosotros. En el centro había una gran mesa también circular con cinco butacas similares a las que había en la sala de reuniones. El hombrecillo nos pidió que entráramos con un gesto de su mano y uno tras otro fuimos entrando y sentándonos. Yo iba el último, y cuando crucé la puerta, esta se cerró tras de mí como si de la esclusa de una nave espacial se tratara. Una vez sentados, de unos altavoces comenzó a sonar una locución, era la voz del mismo hombrecillo que había estado con nosotros. <<Estimados integrantes del Departamento de Testing de Good Food, a continuación daremos paso a la primera sesión de cata de nuestros productos. Tal y como hemos acordado anteriormente, cada uno probará la comida que eligió tras la reunión de formación y puesta a punto que tuvimos hace un rato. Ante todo, ya saben, disfruten. ¡A comer se ha dicho!>> Al igual que ocurrió en la reunión, en cuanto el hombrecillo terminó de formular la última palabra, de la pared que había tras cada uno de mis compañeros se abrió una puerta que estaba perfectamente escondida y de cada una salió un hombre vestido de negro de arriba a abajo, con gafas negras en los ojos y portando un plato distinto; el plato que cada uno había pedido. No me dio tiempo a girarme para ver si detrás de mí había alguien cuando una mano colocó por mi parte izquierda un plato con una hamburguesa. Todos estábamos flipando con el despliegue que habían montado y con cómo habían aparecido aquellos hombres. Cuando quise reaccionar, mi camarero ya había traspasado mi puerta y esta se había cerrado. Al voltear de nuevo la cabeza vi cómo el chico que tenía enfrente de mí ya estaba enroscando en un tenedor el primer bocado de sus espaguetis boloñesa. El resto de mis compañeros también procedieron a comenzar con el plato que tenían delante de sus narices y mi estómago me pedía que yo hiciera lo mismo. A decir verdad, la hamburguesa tenía una pinta cojonuda. El pan se veía mullido, tierno como el culito de un bebé y estaba ligeramente tostado con lo que deduje, era mantequilla. También tenía espolvoreado por encima una mezcla de semillas de amapola y sésamo. Levanté el pan para ver mejor el interior. Era simple, pero efectivo. Dos hojas de lechuga Romana muy frescas, una rodaja de tomate y dos lonchas de queso perfectamente fundidas sobre la carne, que tenía la altura perfecta, un dedo y medio de una persona de un peso normal, y que tenía ese ligero color oscuro cuando empieza a tostarse la carne debido al calor de la parrilla. Volví a colocar el pan encima del resto de alimentos y me llevé la hamburguesa a la boca. Todos juntos y a la vez cada uno por su lugar, los sabores que la formaban impregnaron cada poro de mi lengua, mi paladar y mis carrillos como una ola reventando contra un espigón. ¡HOSTIA PUTA! pensé mientras masticaba el bocado que había mordido. Estaba realmente deliciosa y sabía exactamente igual que la mejor hamburguesa que había probado en mi vida. ¿Y encima engordaba menos que una hamburguesa normal? De putos locos, dije para mis adentros. Ya estaba deseando que salieran y todavía las estábamos testando. Casi a la misma vez que tragaba, abrí la boca y le pegué otro bocado a la hamburguesa. Y otro más. Estaba realmente buena. En un par de minutos ya había terminado con ella y me disponía a beber un poco de agua que no sé cuándo ni cómo, había parecido delante del plato. El chico de los espaguetis fue el último en terminar, y cuando lo hizo, el hombrecillo volvió a hablar por los altavoces: <<Bueno, veo que les han gustado los platos que acaban de probar. No se han dejado nada ja ja ja. A continuación vamos a proceder a rellenar una pequeña encuesta de satisfacción donde podrán evaluar distintos parámetros del plato en conjunto así como de los ingredientes por separado, y dejar su opinión o consideraciones>> En la mesa, a la derecha de cada uno de nosotros, una pequeña parte del tablero giró sobre sí misma dejando ver un iPad con el inicio del cuestionario. <<Ahora que todos han terminado de evaluar su plato, muchas gracias por participar en esta primera cata de Good Food. Sus evaluaciones serán estudiadas por nuestros cocineros, químicos e ingenieros para continuar perfeccionando el sabor, textura y aroma de nuestros productos>> El hombrecillo hizo un pequeño parón en el discurso; yo pensé que ya habría terminado la cata y que nos mandarían a nuestro dormitorio a descansar mientras pasaba el tiempo hasta la próxima, pero cuando estaba por girar la cabeza para ver si la puerta se abría, la voz volvió a hablar. <<¿Alguno querría repetir?>>.

    Levanté la cabeza, no, me levantaron la cabeza tirándome del pelo y respiré como pude antes de recibir una serie de cachetadas que me terminaron de despertar. Afuera era de noche, aunque casi no se apreciaba la negrura espesa del cielo con los focos que nos alumbraban desde varios puntos de la pared circular de la sala en la que estábamos. No sabía el tiempo que había pasado desde que entramos, pero eran más de doce horas seguro. El aire entraba por mis orificios nasales y recorrían el camino hasta mis pulmones con una dificultad asombrosa. Me sentía cansado, me dolía el cuerpo y algo me molestaba en el ojo. Levanté la mano para quitármelo; era un trozo de carne de los espaguetis boloñesa que tenía delante de mí. Me toqué la cara, estaba llena de salsa. Miraba al frente, pero sin mirar; estaba un poco en shock. ¿Me había desmayado? ¿Me había dormido? Sinceramente no lo sabía. Mi respiración seguía muy acelerada y entrecortada y mis ojos seguían peleando por volver a enfocar correctamente. Cuando lo hicieron no sabía ni podía creer lo que tenía delante. La mesa que al principio de la cata había estado vacía ahora estaba llena de platos vacíos, platos llenos y mucha comida desparramada. Cada uno de los otros integrantes del departamento estaba lleno de restos por la cara, los brazos y la ropa. Los pijamas blancos ya no mostraban la pureza de su color inicial, sino que eran una mezcla de todo tipo de manchas, líquidos y mocos como los que se le estaban cayendo ahora mismo al chico que estaba enfrente de mí, que lloraba como un niño pequeño. Cada uno de ellos tenía al lado al hombre vestido de negro que al principio les había llevado el plato de comida, pero a diferencia de antes, ahora estaban mucho más rígidos y estrictos, mirándolos fijamente. Cada uno de los integrantes cogía un pedazo de la comida que tenía delante, o a sus lados, y se lo llevaba a la boca entre sollozos. Ya casi no podían ni masticar. La chica de mi izquierda, que acababa de morder un perrito caliente lo intentó masticar durante unos segundos pero acto seguido, la boca se le abrió con un llanto agudo y el trozo de salchicha y el pan se le cayeron de la boca. Al instante, el hombre que tenía a su lado lo recogió, lo tiró al centro de la mesa y se fue. Al rato vino con una fuente transparente llena de sopa y se la colocó delante. La agarró del pelo y le metió la cabeza dentro de la fuente. Ella pataleaba y movía los brazos como podía, pero casi no tenían ningún efecto sobre el hombre, que además de tener más fuerza que ella, tenía muchísima más agilidad. Al cabo de unos segundos tiró de su pelo y le elevó la cabeza. Ella lloraba y él se le acercó para decirle algo al oído. Agarró otro perrito caliente y se lo metió en la boca, ella mordió y comenzó a tragar. Se lo puso de nuevo y volvió a morder a la vez que lloraba. Masticaba como podía, ya que el llanto le convulsionaba ligeramente el cuerpo y le impedían morder con decisión, pero el hombre le volvió a meter el perrito caliente en la boca y esta volvió a morder. Con la boca llena de pan y salchicha, y los carrillos llenos como una ardilla, el hombre le soltó el pelo y le abrió la boca a la vez que le tiraba agua desde una botella para empujar todo a través de su garganta. Cuando acabó con la botella cogió otra. Así hasta que la comida desapareció y ella cayó rendida sobre la mesa. El hombre la dejó cerca de un minuto llorando y totalmente ida; seguro que estaba en shock. Cuando lo creyó oportuno, le volvió a levantar la cabeza desde el pelo y le dio bofetadas hasta que la chica volvió a reaccionar, y le siguió dando pequeñas cachetadas cerca de los oídos y los ojos para que esta enfocara, y cuando lo hizo, le volvió a decir algo al oído antes de colocarse detrás de ella otra vez. El resto de integrantes estaban igual, comiendo como podían, llorando y empujando la comida con el agua que tenían delante. Todos estaban manchados hasta arriba de comida menos en los surcos que dejaban las lágrimas cayendo por los grandes y carnosos mofletes. No podía verme, pero seguro que yo estaba igual. Miré la fuente que tenía delante de mí llena de ravioles boloñesa, y cuando fui a correrla a un lado, escuché una voz que me susurraba al oído: la próxima vez que dejes de comer o te duermas, va a ser peor, gordito.



Con el sonido de las dos copas chocando, el Señor X retomó la conversación.

—Nunca me acostumbraré a que brindes con agua —Dijo el Señor X tras chocar sus copas.

—Ni yo a su gusto por la carne grasienta —Una sonrisa burlona se dibujó en la cara del asistente del Señor X a la vez que este intentaba reírse con fuerza.

—Ya lo sabes chico, tradición familiar —El Señor X agarró su tenedor y el cuchillo y los dirigió hacia el trozo de carne—. Lo que nunca llegué a entender es la aversión que desarrollaste por la carne. Por los gordos lo entiendo, es familiar, histórico, ¡hasta genético diría yo!, nunca nos gustaron en la familia, pero lo de la carne… tu padre no habría dado crédito —El Señor X rió tímidamente antes de pinchar la carne y comenzar a cortarla tan fácilmente que parecía un trozo de mantequilla a punto de derretirse. El asistente del Señor X torció el gesto cuando comenzó a llevarse el pedazo a la boca y vio el tono rosa casi blanquecino por el centro, con algunos ribetes aún más blancos debido a la grasa, y chorreante; muy chorreante a causa de su propia grasa y el aceite de la salsa. <<¡MMMMMMMMMMMM!>> El Señor X alargó tanto el momento de disfrute que el asistente tuvo que pedirle por favor que parara.

—Exageradamente tierno. Una pena que no te guste, sinceramente. Jugosa, blanda, en su punto perfecto de cocción; desilachándose al contacto de los dientes y las muelas… ¿De quién era esta, de Adolfo o de Roberto?

—Bueno —Le interrumpió—. Creo que ya podemos encender de nuevo la televisión, ¿no cree?— El asistente cogió el mando que tenía también sobre la mesa y pulsó el botón de encendido. Al instante, la pantalla apareció dividida en seis rectángulos con las mismas dimensiones. En cada uno de los rectángulos, salvo en el superior central, se veía el primer plano de un hombre o una mujer obesa, muy obesa comiendo sin parar. Por el contrario, en el rectángulo sobrante, lo que se veía era una vista general de una sala circular con una gran mesa circular llena de comida, y cinco gordos comiendo en ella. En las pantallas también aparecía el nombre de cada uno: Marcos, Juan, Sofía, Eva y Charles.

    Estaban en silencio, con la habitación ligeramente iluminada por una lámpara de pie, comiendo cada uno su comida y mirando atentamente la pantalla.

—Es de Adolfo, señor. Es el penúltimo trozo de lo que sacaron de él —Dijo el asistente del Señor X.

—Una pena que se acabe. Sin duda, la mejor de la última hornada—. Dijo el Señor X cuando terminó de tragar el pedazo que tenía en la boca.

    El asistente del Señor X se giró tras no escuchar el sonido del tenedor ni el cuchillo durante unos segundos, ni prácticamente la respiración de su abuelo, y lo encontró mirando fijamente los pequeños rectángulos que tenía en frente, analizando a cada uno de los gordos que seguían dando su vida por meterse un pedazo de comida más dentro del cuerpo. Tenía la mirada de un depredador escondido entre matorrales en medio de la sabana mirando a su próxima presa. El asistente habló y lo sacó de su universo.

—¿Quién cree que será el primero en caer? —El Señor X pensó largo rato antes de contestar. Estaba terminando de analizar a cada una de sus cinco presas.

—Si tuviera que apostar, lo haría por Sofía —Dijo el Señor X—. Pero no saques el whisky y los puros, a esta gorda todavía le queda saque.





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