Cuánto tiempo


Cuando desperté aquella mañana y me asomé a la ventana salí disparado de la cama. Era temprano, pero un ligero naranja comenzaba a colorear el cielo que en los últimos días no había dejado de ser negro, frío y acuoso. Sin perder tiempo, me puse la camiseta térmica, el chándal y las deportivas. Fui hacia la puerta, me puse el abrigo, agarré las llaves y antes de salir, le di un beso de buenos días a la foto de mi mujer que tenía en el recibidor.

    Cerca de una hora después, tras un tranquilo y relajante paseo por la orilla de la playa, y en compañía de la húmeda brisa marina que llegaba desde lo más profundo del mar, me dejé caer sobre una de las sillas de la terraza del bar de Román.

    No haber podido salir los días anteriores a causa de las fuertes lluvias me había pasado factura, y cuando llegó Román, me lo dijo con esa gracia y buen humor que solo tienen los buenos camareros. <<¡Pero hombre Sebastián, que se te resbala el cuerpo de la silla!>> Se rio fuertemente, como solía hacer, entrecerrando los ojos como un chino por culpa de sus enormes mofletes, y del sol, que comenzaba a elevarse en el horizonte. Lo notaba tímidamente tocándome el pelo y la nuca. <<Hola señor Sol, ¿cómo ha estado estos días? Yo también me alegro de volver a verlo>>.

    Román dejó mi café solo, el vaso con hielo, las dos tostadas con mantequilla y mermelada de pera y el vaso con agua, y me alcanzó el periódico deportivo perfectamente doblado para que se leyera el titular de portada. Desafortunada lesión del jovencísimo Grimberg. <<Mala suerte lo del crío, ¿eh?>>, dijo señalando el periódico con la cabeza. <<Despuntando con veinte añitos y ¡ale! a saber cuándo se recupera. ¡Y sobre todo, cómo!>>. Chasqueó la lengua y meneó un poco la cabeza a los lados. <<Muy mala suerte>>, le respondí. <<Por suerte Román, continué, ya no veo el fútbol, ¡y encima no es de mi equipo!>> Este volvió a reírse como si le acabara de contar el mejor chiste del mundo, y se alejó a pasos cortos.

    Miré la portada para ver si había algo interesante, pero estaban las noticias habituales. Cuatro partidos de fútbol el día anterior, la final de un torneo de tenis que volvió a ganar Fedal, algo de baloncesto internacional y una mención a un partido de rugby en alguna isla oceánica. Doblé el periódico y lo dejé sobre la mesa sin apartar mis ojos del pan tostado. No estaba en el punto justo, el cual Román conoce de sobra y suele acertar, pero se le acercaban. Las raspé ligeramente para quitarle el exceso de tueste, abrí la mantequilla y hundí la punta del cuchillo llevándome casi la totalidad de la porción. Nada más restregarla comenzó a derretirse como un niño inocente que acaba de ver a la persona que le ha robado el corazón, y a colarse por los pequeños agujeros en busca de la miga para empaparla. La mordí a la vez que cerraba los ojos, como muerdes algo que te gusta tanto que lo comerías cada día, pero que hace mucho tiempo que no comes. Disfrutando. Y lo disfruté como un niño con un helado una tarde de verano. Abrí la mermelada de pera y repetí el proceso admirando cómo se juntaba la poquísima mantequilla que quedaba en la superficie, con el espesor de la mermelada. Le di un trago al vaso de agua y volví a morder con las mismas ganas de antes.

    Cuando abrí los ojos la vi. Estaba en el paseo de la playa, mirando al mar con una mano apoyada en la barandilla y una pequeña parte del pelo intentando alzar el vuelo debido a la suave brisa que acababa de levantarse. Me quedé mirándola un momento eterno. Estaba ligeramente ladeada y no podía ver bien su perfil, pero reconocería esos pies, esos tobillos, esas piernas, esa cintura, esos hombros, brazos y manos; ese cuello, esa barbilla y esa pequeña punta de nariz, a oscuras, en cualquier momento de mi vida. No puede ser, me dije; pero ¿y si sí?

    El café ya estaba prácticamente frío cuando me decidí a ir buscarla, entonces se giró. Nuestras miradas se encontraron al instante, se reconocieron, se saludaron, se sonrieron. Yo estaba paralizado por verla ahí, tan de repente, pero ella sonreía feliz. La misma sonrisa que tenía la última vez que la vi. Levantó la mano en un saludo inmóvil y comenzó a venir hacia mí. Mi corazón de mantequilla latía tan rápido que pensaba que se iba a derretir, mitad muerto de miedo, mitad vivo de alegría. Movió la silla que había a mi lado y se sentó.

    —Hola Sebastián —me dijo con una amplia sonrisa.

    —Hola Sofía —contesté con los ojos apunto de desbordarse.

    Agarró mi mano entre las suyas y le pregunté cuánto tiempo había pasado desde la última vez que nos habíamos visto. <<Cuatro años>>, respondió. Las lágrimas salieron de su escondite.

    —Así que esto es el cielo —dijo.

    —Sí viejita —contesté—. Ahora sí que es el cielo.









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